domingo, 28 de febrero de 2010

Columna Estival III: Semiologías...

"Decía que no hace falta ser un lector de Roland Barthes, de Guy Debord, de Julia Kristeva o, entre nosotros, de Oscar Landi, de Heriberto Muraro o de Nicolás Casullo, para, semiología casera e intuición mediante, descifrar el giro alucinante de la corporación mediática hacia la producción intensiva de una escenificación de los acontecimientos que sólo ofrecen la imagen de la decadencia y la descomposición. Su espectacularización de los sucesos tiene como único y obsesivo objetivo desplegar ante los lectores la geografía de un país arruinado y en vías de ser sacudido por un estallido social de magnitudes impredecibles. Todas las informaciones se aglomeran y hacen cola para describir un escenario de locura que tiene como principales ejecutores a un maníaco crispado y a una pobre bipolar (así, sin mediaciones ni anestesia, describen a quienes son objeto de su odio desenfrenado), verdaderos causantes de los males que asolan la vida cotidiana de los argentinos".


Semiologías

Por Ricardo Foster


No hace falta ser un semiólogo avezado ni un experto en desciframiento del lenguaje de los medios de comunicación para, a estas alturas, darse cuenta de la caída en picada de cualquier atisbo de “objetividad informativa”. Hasta el más simple de los lectores, ese que carece de cualquier animadversión hacia un determinado grupo mediático, incluso ese que rutinariamente inicia su día con la lectura del periódico que lo viene acompañando desde que tiene memoria, no deja de sentir que algo no funciona, que algo huele mal en la Dinamarca de los grandes medios. Para cualquiera que utilice el tan mentado sentido común resulta casi un escándalo de la razón comprobar que en decenas de páginas (y no estamos incursionando, estimado lector, en la radio y la televisión donde es comprobable el mismo efecto de homogeneidad informativa y de montaje de la realidad que se ofrece al telespectador o al radioescucha) se muestra una imagen monocorde del país, una suerte de descripción que entremezcla el desastre natural, la corrupción administrativa y gubernamental, el autoritarismo salvaje, el peligro inflacionario, la destrucción sistemática de las instituciones (la última joya a la que se apela ahora es al sacrosanto Banco Central y al uso discrecional de las reservas), la inseguridad que vuelve la vida cotidiana en un remedo del infierno o en una suerte de guerra de todos contra todos. Nada diferente resalta sobre ese fondo de horrores continuos; ninguna luz entre tanta tiniebla. Apenas desastre y desolación causados por “el matrimonio presidencial”, pareja de demonios que se solazan en aniquilar el ahorro y el patrimonio de los argentinos engordando sus propios y, seguramente, mal habidos bienes. Un odio visceral recorre algunas rotativas, un odio que se expresa en coberturas escandalosas y en la búsqueda de proyectar la imagen de un gobierno impresentable y huérfano de toda capacidad política. Más allá de cualquier argumento lo que emerge de la pluma de algunos editorialistas es la más brutal de las simplificaciones unida a una extraña e inquietante dosis de odio que se desparrama sobre ciertos sectores de la clase media como recordándonos tramos antiguos de nuestra historia metaforizados en una frase brutal: “¡Viva el cáncer!”.

Ni siquiera las tormentas que están haciendo que las aguas bajen turbias en la ciudad autónoma de Buenos Aires desnudando la impericia y la incapacidad del macrismo para hacer algo positivo y mostrando los sedimentos lodosos de una gestión de derecha, alcanzan a desviar la obsesión de esos grupos mediáticos en su afán de obturar cualquier acceso del lector a una información algo más plural y diversificada. Todas las noticias, las buenas, las regulares y las malas serán montadas de tal modo que sólo tiendan a destituir a un gobierno, eso escriben insistente y obsesivamente, vacío y vaciado de toda capacidad de gestión republicana (otra de sus frases favoritas). Si las paritarias con los docentes alcanzan un acuerdo salarial significativo, profundizando la tendencia de los últimos años a mejorar de una manera inédita el haber de maestros y profesores, la noticia será presentada como un intento del gobierno de poner en problemas a las provincias. Si la tasa de desempleo baja ostensiblemente mientras en Europa crece proporcionalmente a la agudización de la crisis económica, es una casualidad no digna de mención ni de explicación alguna o simplemente se debe al mítico “viento de cola” o al falseamiento de los datos por parte del Indec. Si los salarios de los trabajadores tienden a recuperar parte de lo perdido durante décadas de dominio arbitrario de las políticas de ajuste y de ortodoxia neoliberal, se trata, pura y exclusivamente, del retorno de la espiral inflacionaria que, como todos saben, es el resultado de la alquimia de aumentos salariales y aumento del gasto público (silenciarán prolijamente que las “soluciones” ofrecidas por los gurúes de la economía implican, como ya lo conocemos, reducción del déficit fiscal a partir del recorte de los salarios y la caída del consumo). La asignación universal para los niños será descripta pura y exclusivamente, cuando hay buena leche, desde sus carencias administrativas o, cuando de lo que se trata es de horadar más y más, desde la pura lógica del clientelismo. La defensa del trabajo y de la producción, la búsqueda de inversiones públicas que morigeren la crisis entre nosotros apelando a recetas no ortodoxas, es presentada como crecimiento brutal del déficit fiscal o como mera apropiación, por parte de “la caja”, de las reservas y de los ahorros de los argentinos (todavía lloran lágrimas de cocodrilo por el “saqueo de las AFJP” silenciando el gigantesco negociado que significaron durante los años noventa y como pata clave en el endeudamiento del Estado y como cereza del postre de la destrucción de riquezas y de ahorros argentinos). Nada les dice el aumento del turismo interno durante el verano, tampoco la recuperación evidente de la capacidad productiva y los pronósticos, todos positivos, de las principales consultoras (esas, incluso, que resultan intachables a los ojos del establishment) respecto de la marcha de la economía en el 2010. Si aumenta el precio de la carne la culpa la tiene, como es obvio, el Gobierno y sus “políticas anticampo”, ocultando el vínculo inmediato y evidente entre la expansión desmesurada de la frontera sojera y el detrimento de la producción ganadera que se relaciona con la imposibilidad, derrota parlamentaria mediante, de imponer retenciones móviles como un instrumento, no el único pero sí imprescindible, para frenar esa expansión (tampoco harán ninguna mención a la crisis estructural, que viene desde la década del sesenta, ni a que la mejora en el poder adquisitivo de los sectores populares genera inmediatamente un aumento exponencial en el consumo de carne, esas son pavadas que no hay que explicarle al lector porque toda la culpa la tiene Guillermo Moreno, el cuco que aterroriza a los “honestos productores” y a los empresarios intachables que, entre otras cosas, son los grandes formadores de precios). Ni una línea para comparar la caída en picada de España o de Grecia respecto de la relativamente suave travesía del país durante lo peor del 2009.

El Fondo del Bicentenario no es otra cosa que un manotazo de ahogado para hacerse con las reservas “intangibles” del Banco Central mientras se oculta lo que significan las reservas y lo que implica liberar fondos del presupuesto para mejorar el empleo y motorizar la economía. Silencio o desprecio por las señales inequívocas de una realidad que se niega a comportarse de acuerdo con los deseos de la corporación mediática. Los errores y las contradicciones del Gobierno, sus debilidades a la hora de profundizar un proyecto de contenido popular, no son las que preocupan a la corporación mediática, su afán es aniquilar cualquier iniciativa que implique ponerle límites al poder de los grandes grupos económicos y terminar con la anomalía inaugurada inesperadamente en mayo del 2003. Para eso utilizan la retórica de la impostura, la proliferación de informaciones sacadas de contexto y la multiplicación de imágenes del caos y la corrupción. Lejos de su ánimo señalar las deficiencias del kirchnerismo a la hora de regenerar participación popular y de darle forma más consistente a la redistribución de la renta.

Decía que no hace falta ser un lector de Roland Barthes, de Guy Debord, de Julia Kristeva o, entre nosotros, de Oscar Landi, de Heriberto Muraro o de Nicolás Casullo, para, semiología casera e intuición mediante, descifrar el giro alucinante de la corporación mediática hacia la producción intensiva de una escenificación de los acontecimientos que sólo ofrecen la imagen de la decadencia y la descomposición. Su espectacularización de los sucesos tiene como único y obsesivo objetivo desplegar ante los lectores la geografía de un país arruinado y en vías de ser sacudido por un estallido social de magnitudes impredecibles. Todas las informaciones se aglomeran y hacen cola para describir un escenario de locura que tiene como principales ejecutores a un maníaco crispado y a una pobre bipolar (así, sin mediaciones ni anestesia, describen a quienes son objeto de su odio desenfrenado), verdaderos causantes de los males que asolan la vida cotidiana de los argentinos.

Desde lo más relevante a lo más insignificante, nada queda fuera de ese relato que, obviando las sutilezas y moviéndose en la dimensión de lo crudo, es decir de lo pre-cultural incluso, busca dramatizar un presente en estado de catástrofe. Puro desquicio mientras el país deja pasar, una vez más, la dorada oportunidad para recuperar los fastos del Primer Centenario (imagen soñada de la utopía retrospectiva de nuestro establishment agroindustrial). Han superado con creces la voluptuosidad antiyrigoyenista del diario Crítica en el final de los años veinte que concluyó en el golpe de Uriburu; se esmeraron en emular y en rebasar a la prensa canalla de la Revolución fusiladora del ’55; convirtieron en un juego de niños la horadación sistemática que ejercieron sobre el gobierno de Illía y que luego volvieron a desplegar con el de Alfonsín al lograr una univocidad inmaculada en la construcción de un frente común contra la “satrapía populista” de los Kirchner. Se ocuparon, sin demasiada convicción, de borrar las marcas visibles de su complicidad con la dictadura del ’76, mostrándose, al mismo tiempo y sin pudor alguno, como los más aguerridos sostenedores de la democracia y de la libertad de expresión.

Todo está allí sin disimulos, ningún velo ni ninguna astucia narrativa busca esconder la transformación de esos grandes medios de comunicación en defensores a ultranza de sus propios intereses. Han dejado bien atrás el enmascaramiento y el lenguaje de la ambigüedad como si fueran expresión de una época ya superada en la paciente artesanía de la destitución de un gobierno democrático. Saben, y así lo expresan a través de sus principales “periodistas independientes”, que su función principal, la que justifica todos sus afanes, es potenciar un sentido común y una opinión pública en consonancia con sus deseos restauracionistas. Saben, por experiencia propia, que el terreno de lo discursivo-mediático es el verdadero campo de batalla, que en él se juega “el destino del país”. Lo que no dicen, aunque cualquier lector algo despabilado ya lo sabe o lo intuye, es que ellos “son” la opinión pública, ellos son quienes intentan darle forma a un sentido común desprovisto de cualquier posibilidad crítica. Lo que tal vez no acaban de ver, enceguecidos por su propia soberbia y su discurso autorreferencial, es que son cada vez más los lectores que, sin ser refinados semiólogos ni ser defensores a ultranza del Gobierno, ya no comen gato por liebre.

martes, 23 de febrero de 2010

Columna Estival II

A eso se refiere Guillermo Saccomanno, autor de la apenas futurista y muy oscura El oficinista –ganadora del premio Seix Barral– cuando precisa: “Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición. Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder...


Noir

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO ¿Qué se puede hacer salvo leer novelas policiales? O mejor dicho: ¿por qué todo el mundo –en los cafés, en los aeropuertos, en el tren de alta velocidad, en el metro– sostiene entre sus manos, con los ojos bien abiertos y moviendo los labios como si rezaran, libros que chorrean sangre caliente en este invierno español tan frío? Se me ocurren varias teorías posibles y ninguna respuesta definitiva. Tal vez tenga que ver con que en los tiempos de grandes crisis económicas pensar en el crepúsculo del Imperio Británico, en la Gran Depresión made in USA de los años ’20, en el Big Crack de ahora mismo es cuando más se descorchan venenos y se disparan armas para que florezca el cadáver en la biblioteca, flote boca abajo el cuerpo de un gangster en un muelle o una hacker punkie eleve al asesinato y la venganza escandinava a una de las bellas artes. Cuando estamos en problemas, buscamos soluciones, sí. Una cosa queda clara: los códices ancestrales, los niños brujos y los vampiros bien peinados van y vienen y pasan, pero el policial permanece.

DOS Porque, finalmente, el policial es novela histórica y fiel retrato social. Dime cómo matas y te diré cómo vives. Y de ahí ese perturbador y delicioso escalofrío que sentimos leyendo acerca de un tipo normal hasta ese día en que no aguanta más y decide hacer algo que, teóricamente, no estaba en el guión de su vida pero sin embargo... A eso se refiere Guillermo Saccomanno, autor de la apenas futurista y muy oscura El oficinista –ganadora del premio Seix Barral– cuando precisa: “Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición. Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder... La tragedia del oficinista, cuyo destino parece responder a las leyes de Murphy, es decir, las leyes del capitalismo, puede ser la de cualquiera... Piensen nomás en qué ocurriría si pierden el trabajo. ¿De qué abyecciones seríamos capaces, escritores y lectores, con tal de que el poder no pise nuestros dedos agarrados a la cornisa..? Y, sí, en esta España de final de fiesta todos leen novela negra porque en ella hay tanta gente como uno: unos quieren entrar como sea en el reparto, mientras otros sólo quieren salirse con la suya.

TRES Gente como Eric Cash, protagonista de La vida fácil, la nueva novela de Richard Price, maestro absoluto del thriller. Habitante del trendie y cool Lower East Side, Cash es un neoyorquino de treinta y cinco años. Un bohemio profesional que sueña con firmar una obra maestra o ganar un Oscar o lo que sea –lo que sea con tal de dejar ese restaurante donde sirve a otros en lugar de ser servido– mientras comienza a oír las ominosas campanadas del reloj biológico masculino. Ese que marca los días, horas y minutos que faltan para alcanzar el momento de saber –y de que todos sepan– que ya no eres una futura promesa sino, apenas, alguien que no cumplió esa promesa. Y que empieza la vida difícil. Una noche, Cash es testigo del asesinato de su amigo Ike. Y, al ser interrogado, Cash se contradice en algunos puntos clave. Lo que sigue es la paciente investigación del oficial de policía Matty Clark. Y, de pronto, los medios deciden que ese homicidio es simbólico de “algo” y, ay, Cash descubre que es famoso, sí; pero por todas las razones incorrectas.

Acompaño a Price por Madrid y Barcelona para conversar en público sobre el narrar en imágenes. Price, se sabe, es guionista top además de responsable de los diálogos en varios episodios de la que acaso sea la mejor serie televisiva de los últimos años o de todos los tiempos: The Wire. Saga de aliento tolstoiano, crónica de la decadencia y corrupción de Baltimore y cinco temporadas que atentan contra todo lo establecido en lo que hace al tempo catódico, fracaso económico y de audiencia para la HBO (para Price la explicación para esto pasa porque la serie no tenía un héroe individual sino un coral). Sin embargo, The Wire es un culto creciente gracias al DVD. Price es gracioso y cínico y –frente a un auditorio colmado– no tiene problemas en calificar a los demás a la velocidad del zapping. Así, Sex and the City, The Tudors y True Blood son “para chicas”, Mad Men flirtea “con la nostalgia por algo que nunca existió”, Dexter “tiene su gracia”, Deadwood “vale la pena por el malo” y Lost “es lo más estúpido jamás hecho; aunque el pobre gordo me cae bien”. Pero no: para Price no hay revolución o edad dorada o Gran Novela Americana en el aire. Hay más y mejor trabajo; pero él es guionista para poder ser novelista. “¿Y cuál de esas partes es Dr. Jekyll y cuál es Mr. Hyde?”, le pregunto. “Ninguna. Uno siempre es y siempre será completamente Frankenstein”, me responde.

CUATRO James Ellroy, en cambio, es el hombre lobo. Ellroy no ve televisión ni lee los diarios ni tiene móvil. En un taxi que le queda chico –Ellroy es enorme– le pregunto si hay algo de lo que no quiere que hablemos, en un rato, en el anfiteatro de la Biblioteca Jaume Fuster. Ellroy muestra los dientes: “No me interesa ni la jodida realidad, ni la jodida actualidad, ni el jodido Barack Obama. Hablemos de mí”. Minutos más tarde, Ellroy sube al escenario, se arranca de la cabeza los audífonos para la traducción simultánea, los arroja al suelo, abre por la primera página un ejemplar del flamante Sangre vagabunda (conclusión de su monumental Trilogía USA Underworld) y comienza a leer a los gritos, como un predicador en llamas, acariciándose rítmicamente su entrepierna, aullando como un perro demoníaco. Los asistentes no pueden creer lo que están viendo. Yo tampoco. “Estoy aquí para decirles que todo es verdad y que no es en absoluto como piensan”, ladra Ellroy quien, enseguida, contará cómo en su juventud mató a un doberman con sus propias manos y se metía en cuartos de señoritas para abrir los cajones y olisquear su ropa interior y luego explicar por qué Chandler le parece “un sentimentaloide sobrevalorado”. Ellroy –quien no duda en considerarse “el mejor escritor vivo”– sólo se rinde ante la figura de Beethoven y los cuerpos de las mujeres que, en los últimos años, le regalaron una crisis nerviosa. Escribió sobre todo eso en The Hilliker Curse –memoir que saldrá en el 2011–, pero, sonríe, “ahora soy un feliz hijo de puta”.

CINCO Días antes, voy a comer con Don Winslow, autor de El poder del perro, de paso por la ciudad como invitado del festival BCNegra. Mientras disfrutamos de un perfecto arroz negro, seguro, alguien pierde la cabeza en Ciudad Juárez. Es decir: se la cortan. Nadie sabe cómo va a terminar todo eso –Winslow apuesta por la legalización de todo y a ver qué pasa–, pero en su novela queda muy claro la manera en que empezó todo. Le pregunto cómo se le ocurrió ese terrible capítulo en el que unos niños mexicanos son arrojados desde un puente. Winslow me responde: “No se me ocurrió: ocurrió”.

En la mesa de al lado, un oficinista en la hora de su almuerzo lee el último thriller de éxito, tal vez buscando consuelo en un género en el que las cosas y los casos, para bien o para mal, se resuelven. Lo que –atención, advertencia– no siempre significa que ganen los buenos y los malos reciban su justo castigo.

viernes, 19 de febrero de 2010

Ser y no ser: ésa es la confusión

El ser es y el no-ser no es. Parece una perogrullada. Una tautología. O un descubrir la pólvora. Pero alguien tuvo que decirlo por primera vez. A Parménides le cabe el honor del descubrimiento de esta pólvora.

El Ser, como todo presocrático que se precie de tal bien sabe, se opone a la Apariencia, esto es, aquello que se ofrece a los sentidos y, por tanto, contingente, mudable, múltiple, objeto de opinión. La Apariencia es lo contrario de lo que se aprehende por la intelección, cuyos atributos son la constancia, la estabilidad, la unicidad, la verdad: el Ser.

Por supuesto, la tarea del filósofo y, en fin, el objetivo último a alcanzar por cualquiera que se interese en investigar cualquier problemática, es atender al Ser, y no a lo Aparente. Lo Aparente no necesariamente se opone ‘de hecho’ al Ser, en tanto que algo que se percibe por los sentidos puede coincidir con lo verdadero. Pero no podemos confiar en la Apariencia, pues su naturaleza esencialmente múltiple presupone la existencia de más aspectos que pueden no estar al alcance momentáneo de nuestros sentidos. La Apariencia es engañosa: creemos estar en presencia del Ser, y sólo estamos ante una de tantas facetas del Aparecer.

No es una casualidad que la palabra que designa la verdad de las cosas sea Ser, es decir, el verbo copulativo por excelencia. El verbo ser no “significa” nada, no remite a ninguna acción o estado de cosas. Simplemente (?) une un sujeto con un predicado. Y, en caso de estar solo (como en la frase “El ser es”), implica la mera (?) existencia del sujeto. Se trata del único ‘verbo sustantivo’, como lo llama la gramática tradicional, esto es, el único con idea de esencia o sustancia, que no denota, como los demás verbos (llamados ‘verbos adjetivos’), atributos o modos de ser. Es el verbo que existe desde que el mundo es mundo. En griego se decía eînai, en latín se decía esse. Verbos que en castellano pueden ser traducidos como ser o como estar.

Este desdoblamiento terminológico no en todas las lenguas existe. En francés, por ejemplo, el verbo être también puede significar ‘ser’ o ‘estar’. La interpretación queda supeditada al contexto, al emisor y/o al receptor. Así, si alguien le dice a un chico Tu es sale, puede querer decir Sos sucio o Estás sucio. El hecho de que el castellano cuente con dos verbos diferentes para expresar esencia o estado redunda en ahorrarse o no años de terapia.

Sin embargo –o por eso mismo–, los verbos ser y estar suelen ser considerados muy próximos etimológica, semántica y gramaticalmente. Todo lo cual constituye un grave error. Etimológicamente, provienen de verbos distintos: ser, del verbo esse; estar, del verbo stare, que significa “estar parado/colocado”. Semánticamente, el verbo ser manifiesta, como queda dicho, una esencia, mientras que el verbo estar presenta un –valga la redundancia– estado (que estés enfermo no te hace ser enfermo). Gramaticalmente, el verbo ser es eminentemente copulativo, mientras que el verbo estar (a diferencia de lo que nos escorcharon durante años en la escuela) sólo lo es en ocasiones: por lo general, está seguido de circunstancias de lugar (‘estoy en mi casa’) o de modo (‘estoy bien’).

Así pues, si observamos bien, el verbo estar se encuentra mucho más cerca de la idea de Aparecer que de la idea de Ser, por tratarse de algo circunstancial y no esencial. ¿Y cuál es el problema con esto?, se me dirá. ¿Que no sabía su origen? Bueno, no soy filólogo. ¿Que no sabía su significado? Bueno, no soy filósofo. ¿Que no sabía su función gramatical? Bueno, no soy lingüista.

No: el problema es que se juega a identificar ser con estar. Puesto que algo está, entonces es. Si aparece en la televisión, entonces es porque es la verdad. Si se manifiesta a mis ojos y a mis oídos, la conclusión es que existe. El problema estriba en que esta identificación es negligente e incluso peligrosa. El problema es que no te des cuenta de que, mientras una faceta del Aparecer se manifiesta aquí, ante tus ojos, y opinás sobre ella como si fuera la única, todas las otras múltiples facetas de eso que llamás “la verdad” no están siendo consideradas. En parte, no es culpa tuya: no hay forma de que uno, por sus propios medios, acceda a la multiplicidad de manifestaciones. Tu culpa está en decir que eso que se te aparece, que está circunstancialmente ante tus ojos, sea único, constante, no opinable ni mudable; esto es, verdadero; esto es, que es.

Ése es el problema. No importa que no seas filólogo, filósofo ni lingüista: sos ciudadano. Con eso basta para que tu negligencia sea peligrosa.

jueves, 18 de febrero de 2010

Citas III

"No es egoísta pensar por uno mismo. Un hombre que no piensa por sí mismo, directamente no piensa. Es de un burdo egoísmo exigirle a nuestro vecino pensar como nosotros y sostener las mismas opiniones. ¿Por qué debería hacerlo? Si puede pensar, posiblemente piense diferente. Si no puede pensar, resulta aberrante exigirle alguna clase de pensamiento..."

Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo.

lunes, 15 de febrero de 2010

Citas II

Nihil novum sub sole...¿Quién dijo esta cita? Premio al que adivina antes de leer debajo el nombre del genial, irónico y sagaz escritor irlandés...Sí, quién más si no...

"Quienes hacen el daño son los periodistas serios, cuidadosos, formales, que con gran solemnidad, como lo hacen actualmente, arrastrarán ante los ojos del público algún incidente de la vida privada de un gran estadista, de un hombre que es el líder de un pensamiento político como también el creador de una fuerza política, e invitarán al público a discutir el incidente, a ejercer su autoridad en la materia, a dar sus opiniones, y no tan sólo darlas sino llevarlas a la práctica, imponiéndole al hombre sus ideas, imponiéndoselas a su partido, imponiéndoselas a su país; lo incitarán, de hecho, a volverse ridículo, ofensivo y peligroso".

Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo.

martes, 9 de febrero de 2010

Columna estival I

"Me refiero aquí al asunto de esa gripe A que, se suponía, nos iba a matar como a cochinos afrodisíacos. Parece que no, parece que no era para tanto (toco madera; pero ha resultado ser una de las gripes más suaves desde que el hombre comenzó a estornudar)..."


Virus
Por Rodrigo Fresán


Desde Barcelona


UNO Las noticias, como virus que se expanden rápido, pegan fuerte, contagian a todos y, de pronto, un día se esfuman en el espacio exterior para dejar lugar a que nuevas bacterias conquisten nuestro espacio interior. De este modo, aquellos que no hicimos otra cosa que hablar de lo mismo durante unos cuantos días de pronto nos descubrimos preguntándonos de qué toca hablar a continuación. Y para bien o para mal, la respuesta nunca demora demasiado en llegar. Y allá vamos otra vez.

DOS Así, lo que empezó como una novela de Michael Crichton parece haber mutado a guión de David Mamet. Me refiero aquí al asunto de esa gripe A que, se suponía, nos iba a matar como a cochinos afrodisíacos. Parece que no, parece que no era para tanto (toco madera; pero ha resultado ser una de las gripes más suaves desde que el hombre comenzó a estornudar) y lo que no deja de ser una buena noticia provoca, al mismo tiempo, la inquietud de haber sido víctimas de una apestosa estafa. Esto ha despertado sospechas por el apresuramiento con el que la Organización Mundial de la Salud etiquetó todo el asunto como pandemia apocalíptica y se habla de vinculaciones de los responsables con las farmacéuticas multinacionales que vendieron vacunas. Wolfgang Wodarg –presidente de la Comisión de Salud del Consejo de Europa– ya se ha referido a la maniobra como “uno de los mayores escándalos médicos de la historia, un montaje de proporciones gigantescas y una campaña de desinformación a gran escala”. Y me acuerdo de El jardinero fiel, novela magistral y terrible de John Le Carré y del desasosiego que me produjo una trama en la que los responsables de curarnos eran, sí, los más enfermos.

TRES “¿Y ahora quién podrá defendernos?”, se preguntaban los desvalidos adoradores de un infeccioso superhéroe mexicano. Y eso mismo me pregunto yo ante el embate de tanto bacilo vacilante en los últimos días que me ha dejado completamente idiota y rendido ante la fiebre zapping y estacional. A ver... La contemplación –una y otra vez– desde todos los ángulos posibles del manotazo rompe-nariz que el volátil e incontrolable Cristiano “Hago 3000 Abdominales al Día y Qué” Ronaldo le pegó a un jugador del Málaga que gana mucho menos dinero que él. La sorpresa por el súbito cierre durante dos años del restaurante top El Bulli debido a crisis metaexistencialista de su responsable Ferrán Adrià (“¿No es como si Las Meninas solicitaran un año sabático para reflexionar?”, se preguntó, desconsolado, el escritor Juan José Millás). El abandono de Nadal en Australia y el retorno de Alonso con Ferrari. La tercera candidatura al Oscar de Pe Cruz (¡Piedad! ¡Piedad! ¡Que llegue pronto la noche de la entrega y a otra cosa!). La angustia de los que andan por la calle gimiendo un “¡Quiero mi iPad ya, por favor, lo necesito para ser feliz!” al descubrir que ni el e-book ni el iPhone alcanzaron para satisfacerlos. La última narco-masacre en Ciudad Juárez que, para cuando ustedes lean esto, seguro, ya no será la última. Tiger Woods internándose para superar su “adicción al sexo” (eufemismo que en otros tiempos, al menos en lo que hace al star system, se conocía como “infidelidad”; porque, hasta donde yo sé, nunca aparece un soltero entre quienes confiesan y ni Michael Douglas ni David Duchovny fueron sorprendidos alguna vez en la cama con una octogenaria o un dálmata). La excitación de los que importunan niños a la salida de los colegios para contarles sus teorías en cuanto a cómo será el final de Lost. La fiebre atómica de pueblos españoles peleándose por ser los huéspedes de un redituable cementerio de desechos nucleares (una portada del semanario de humor El Jueves muestra a Zapatero con los pantalones bajos e introduciéndose un supositorio radiactivo mientras dice: “¡Una solución democrática! ¡En forma de supositorio y que cada uno se meta por el culo la parte que le toque!”). La desenfrenada salingeritis (muerto el lobo feroz, los muchos más de tres cerditos vuelven al bosque y comienzan a salir a la superficie esas fotos en las que el autor de El guardián entre el centeno parece el Dan Draper de Mad Men). Los Avatar Blues –novísima forma de depresión de la que acaba de dar cuenta la CNN– expresada en el desconsuelo de los espectadores volviendo una y otra vez al planeta Pandora de James Cameron para así ahogar “fantasías suicidas” inspiradas por la inexistencia de semejante paraíso y, de vuelta en España, otra portada de El Jueves: Un inmigrante con la cara mal pintada de azul pregunta: “Y si le digo que vengo del planeta de Avatar, ¿me empadrona?”.

CUATRO Y entre tanto moco y poca flema, a mí me cuesta olvidar y reponerme de la realidad de esa madre (me da náuseas tener que escribir su nombre) que lucró durante años con su hijo presentándolo como “el niño más enfermo del Reino Unido”. El nene estaba perfectamente sano pero mami no sólo lo obligaba a desplazarse en silla de ruedas y alimentarse por una sonda sino que, además, lo sometió a todo tipo de intervenciones médicas para conseguir donaciones y conocer a famosos, políticos y miembros de la familia real. Resultado: el niño de nueve años sí está enfermo porque está convencido de que tiene –como le contó su madre– los días contados. Y me pregunto qué sentido tiene el preocuparse por plagas terminales cuando, al día de hoy, todavía no hemos conseguido neutralizar a microorganismos como esa madre hija de sí misma.

CINCO ¿Está engripada España? Todo parece indicarlo. Y se siente ese doloroso crujir de huesos. “España contrae el Mal Griego”, titula La Vanguardia. Síntomas: Record de desempleo, caída en la Bolsa, único país del G-20 en recesión, malestar de sindicatos que comienzan a toser aquello de “huelga general”, déficit en las finanzas públicas cercano al 10 por ciento, espantada de inversores internacionales cortesía de un catastrofista artículo del Financial Times, y un accionar del gobierno más bien tembloroso proponiendo algo para corregirlo o negarlo a las pocas horas. Mientras tanto Zapatero –con el PP subiendo en las encuestas por inercia más que por la inocurrente oposición de Rajoy & Co. y audibles sordos rumores en el PSOE en cuanto a la necesidad de “cambios urgentes”– voló a EE.UU. Para rezar junto a Obama (quien negó tener en sus planes una próxima visita a Madrid) frente a una misteriosa y poderosa organización retro-ultra-cristiana conocida como “La Familia”. Lo que nos trae un cierto perfume Dan Brown. ¿Será ZP el Zímbolo Perdido? ¿Resulta cada vez más críptico y oscuro el Código Obama? Zapatero –representante de un gobierno ejemplarmente laico y firme defensor de la amplia separación entre Iglesia y Poder– se paró allí para leer un fragmento de la Biblia sobre la necesidad de “no explotar al jornalero”, insinuó con elegancia el respeto a la libertad sexual y práctica de credos, y remató con su germen favorito: el siempre optimista y caballeroso Quijote. Obama llegó tarde, lo abrazó fuerte, bailó su wadu-wadu, y se fue rápido a atender a sus propios y cada vez más impacientes pacientes. Y yo me quedé pensando mientras tragaba una aspirina común que, al final, cuando las papilas queman, siempre terminamos mirando al cielo o al suelo, con la cabeza gacha, invocando entre susurros la mágica figura de aquel a quien creamos para que, después, nos creara. Un divino científico loco cuyo mejor diagnóstico –nunca contesta el teléfono de emergencias– fue el de recetarse a sí mismo desaparecer tan rápido como desaparece la noticia de un virus para que aparezca la noticia de otro virus: esa mortal e inmortal palabra que es singular y plural al mismo tiempo.

domingo, 7 de febrero de 2010

Cuentos estivales II

-¿Qué debiste hacer con el pibe chorro?
-Pedirle perdón.


Otro día de furia
Por Roberto “Tito” Cossa


El juez cerró el expediente, se quitó los anteojos y dijo:

–Les conviene arreglar.

El abogado, nuestro abogado, hizo un gesto como diciendo “yo se los dije”. Miré a Bernardo. Me pareció que yo estaba en mejores condiciones para negociar.

–Señor juez. El chico era un colaborador. Se acercó a nosotros diciendo que le gustaba el teatro, que quería aprender. Le tirábamos unos pesos...

–En el expediente no está claro. Hay datos que indican una relación de dependencia. Y como ustedes saben, en caso de duda, la Justicia decide a favor del trabajador.

–¡Qué trabajador! –explotó Bernardo.

Le pegué una patadita en el tobillo por debajo de la mesa. E insistí.

–Señor juez... Somos una sociedad sin fines de lucro, destinada a la divulgación del autor argentino. Ninguno de nosotros recibe un peso... hasta nos pagamos el café que consumimos.

Me pareció que no lograba conmoverlo.

–La Legislatura de la ciudad nos destacó como espacio de interés cultural, se nos reconoce internacionalmente, en noviembre cumplimos 80 años de existencia, somos el primer teatro independiente de América latina...

Ni parpadeó. Es más, me di cuenta de que empezábamos a fastidiarlo.

–El chico arregla por 18.000 pesos. La demanda es por 35.000 más las costas. Les conviene. Es un buen arreglo.

Cuando salimos del juzgado ya era de noche, garuaba y hacía mucho frío. Nos detuvimos por un instante en la vereda.

–¡Dieciocho mil pesos...! –me quejé.

–Tres puestas en escena –calculó Bernardo.

Bernardo y el abogado se metieron en un taxi. Yo estaba cerca de casa y preferí caminar, a pesar del frío y la garúa. Levanté la solapa del sobretodo, crucé la bufanda hasta los ojos y me calé la gorra hasta las orejas.

No podía sacarme de la cabeza al pendejo que con cara angelical y gestos tímidos decía que se sentía feliz de estar en el teatro. Recordé el día en que me trajo unas carillas. Quería escribir cine. Nos reunimos dos o tres veces. Escuchaba extasiado mis opiniones. Se le humedecían los ojos y decía gracias, mil gracias.

Justicia de mierda, me dije, como si fuera un descubrimiento. ¿Cómo trata a una entidad sin fines de lucro, generosa, como si fuera la Coca-Cola? ¿Por qué iguala el despido injusto de un trabajador con las mañas de un lumpen que traiciona la buena fe de la gente?

Llegué a Callao y me detuve para esperar el cambio de luz del semáforo, cuando de pronto apareció él. Lo primero fue la voz. Una voz rasposa, irritada.

–¡Dame guita!

Volví la cabeza y estaba ahí, a medio metro de mí. No tenía quince años. Vestía una remerita sin mangas, desteñida, unos vaqueros tajeados y unas zapatillas destartaladas. Metí la mano en el bolsillo y saqué una moneda.

–¡¿Qué me das?! ¡Dame guita en serio!

Avanzó la mano izquierda hacia mí. Algo relucía entre sus dedos. Un cuchillo o una faca. No dijo “esto es un asalto”, pero de eso se trataba. Dudé un instante. Me tomé un tiempo para observarlo. Temblaba y el rostro parecía el de un adulto cargado de rencor. Estaba drogado hasta las pestañas. Comprendí que debía salir de esa situación cuanto antes. Busqué en uno de los bolsillos y extraje unos billetes con la idea de darle diez pesos y terminar de una vez por todas. Actuó con rapidez. Me manoteó los cuatro o cinco billetes que tenía y salió corriendo a mis espaldas.

No me volví para mirarlo. Quedé plantado en esa esquina, como una estatua. Me sentí humillado, violado. Me llevó un tiempo reaccionar. Hasta que decidí irme a casa.

No podía abrir la puerta. La mano me temblaba y me costó embocar la cerradura. Pegué un portazo y lo primero que hice fue ir hacia la heladera. Necesitaba un trago. Estaba cargado de odio. Coloqué dos o tres cubitos en un vaso y decidí abrir la botella de Chivas que tenía guardada para alguna ocasión especial. Bebí sin respirar. Después del segundo vaso sentí que me calmaba.

Puse en marcha la calefacción, ocupé mi sillón del living y encendí el plasma. En la pantalla un alienígena millonario mostraba unos zapatos que le habían costado mil dólares y un reloj de cinco mil. La gente lo celebraba y le pedía autógrafos. Una mujer dijo que lo amaba. Cambié de canal. Aparecían mujeres casi desnudas que se contoneaban y tipos que lanzaban risotadas impúdicas. Y otro canal y más gente que se reía y decía que se sentía feliz. Y otro canal. No podía concentrarme. Hasta que en la pantalla apareció un periodista a quien conocí durante un viaje a Cuba. Era un tipo brillante. Viajaba invitado por una entidad de apoyo a la Revolución Cubana que lo consideraba un aliado. Compartimos varias trasnoches y me gustaba escuchar cómo analizaba, más allá de sus problemas, los logros de la Revolución. Me acordé de aquel viaje y le presté atención. Con expresión adusta advertía que el país marchaba hacia el caos y que la única salida era volver a privatizar las jubilaciones y Aerolíneas. Que de esa manera vendrían los capitales internacionales. Volví a recordar al periodista de aquellos tiempos y me pregunté cómo había cambiado tanto. Hace un tiempo alguien me dijo que estaba cobrando cien mil pesos por mes.

Apagué el televisor y me fui a la cama. Me costó dormirme. No me podía sacar de la cabeza al chorrito. ¡Pendejo hijo de puta! Me robó. Me humilló. Me violó. Recordé la imagen: zaparrastroso, drogado, temblequeante. ¿Por qué temblaba? ¿Por el frío o por el miedo?

¿Qué debí hacer? ¿Enfrentarlo? No me hubiera animado. ¿Gritar al ladrón cuando salió corriendo? Hubiera sido trasladarles a otros lo que yo debería haber hecho. ¿Hacer la denuncia policial? ¿Para qué?

El whisky había hecho lo suyo y me quedé dormido.

¿Qué debiste hacer con el pibe chorro?

Pedirle perdón.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Cuentos estivales

"Porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa..."

Cabecita negra
Por Germán Rozenmacher


A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos o siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo reventando el silencio y la calma y el orden haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre anterior a las palabras, casi un vagido de niño, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso Para Damas en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo. –Quiero ir a casa, mamá –lloraba–. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una niña que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

–¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? –la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

–A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. –Vamos. En cana. –El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía: –Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? –Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

–Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta de que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? –dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

–Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer –dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

–Señor agente –le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

–Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. –Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró–. Vivo ahí al lado –gimió, casi manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

–Dame café –dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

–Qué le hiciste –dijo al fin el negro.

–Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... –el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

–Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

–Este no es, José. –Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada pero definitiva. Vagamente, el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado mirando a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma”, dijo para tranquilizarse, “hay que aplastarlos, aplastarlos”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.