lunes, 31 de mayo de 2010

Que la sigan...! (Formulación maradoniana)

El día de la escarapela
Por Eduardo Aliverti


¿Cómo se le llama a que un razonamiento pase primero por las eventuales consecuencias de un hecho y no por sus causas? En efecto: disparate.

Pues ocurrió que, no inocentemente, la mayoría de los análisis publicados y escuchados en los medios masivos, respecto de la impresionante participación popular en los festejos del Bicentenario, se centró en cuál podría ser su aprovechamiento político. ¿Sacará ganancia el Gobierno? ¿No hay una tajada que le corresponde a Macri, siendo que la reapertura del Colón también estuvo buena? ¿Acaso el resultado es neutro, porque falta más de un año para las elecciones? ¿No será que esta positiva emoción popular retornará al incordio si a Argentina le va mal en el Mundial? A esta serie y tipo de estupideces hay que agregar otras varias, que en principio pueden parecer de diferente tenor para, finalmente, responder al mismo origen. Por ejemplo, los cálculos en torno de la cantidad de asistentes. Que cientos de miles, que un millón, que dos millones, que seis millones si se suman los cuatro días, que si en la Plaza de Mayo entran 75 mil personas a cuatro apretadas por metro cuadrado tendrían que haberse amuchado en 75 manzanas para llegar recién a un millón 200 mil. Increíble. Una de las manifestaciones populares más impactantes de la historia argentina; y un coro de tontos, o algunos tontos en particular, sacando cuentas de exactitudes numéricas como si eso modificara el centro de la cuestión. Más luego, la conclusión de que esto fue, centralmente, una lección de la ciudadanía hacia “los políticos”. La gente demostró que quiere concordia, patriotismo, amabilidad, se leyó y escuchó hasta el hartazgo. Que “los políticos” aprendan de “la gente”, es el mensaje de una manga de cínicos que llegan como mucho hasta ahí en el (falso) escudriñamiento de las causas. ¿Quiénes organizaron lo que pasó, o lo que convocó? ¿Fuerza Bruta? ¿Un régisseur del Colón? ¿Fito Páez? ¿Ricardo Fort? ¿O fueron “los políticos” que se llaman Cristina Fernández, Mauricio Macri, secretarías de Cultura comandadas por “políticos”, presupuestos públicos que administran “políticos”?

Es notable que se persista en ese discurso berreta, pero de ninguna manera es asombroso. En primer lugar, porque denostar a la política es un elemento clave para el objeto de que en el imaginario colectivo se construya su reemplazo por “gerentes”. Nada novedoso: es la bajada de línea que estuvo a sus anchas durante el menemato y que, por cierto, alcanzó un éxito estimable. El retiro del Estado como articulador de las necesidades públicas, la entronización de lo privado como única eficiencia alcanzable. Cuanto más se consiga que la sociedad denigre a la política, más conquistará la derecha que sea menor el espacio dedicado a cuestionar a sus grandes patronales, a los formadores de precios, a la corrupción privada. La masividad que acompañó al Bicentenario fue una gran derrota de ese discurso, porque quedó claro que la vocación patriótica, tan resaltada por los comunicadores del establishment para despolitizar su contenido, expresó lo imperioso de un Estado fuerte que la viabilice. Y atado con eso, y como bien lo resaltaron algunas opiniones que no circularon por los grandes medios, se manifestó el divorcio entre la propagandizada “crispación” social y la alegría popular. El semiólogo Raúl Barreiros (en Página/12, el jueves pasado) lo caracterizó con una precisión envidiable: la gente le puso freno al voyeurismo, y dijo vamos allá afuera a ver qué pasa. Y lo que pasó, con objetividad, es que la prédica mediática por minimizar o regañar al acontecimiento se fue al carajo. La vergüenza de que Cristina no fuera al Colón, el pésimo ejemplo frente al mundo, la demostración de que la clase dirigente argentina no aprende más. La verdad es que a uno le sale una formulación maradoniana y habrá de evitarla para mantener la compostura, pero cómo no decir que el pueblo se hizo encima de ese amedrentamiento mediático. En lugar de que se lo relaten salió a la calle a ver qué pasaba, efectivamente, y se encontró a sí mismo en todas sus variantes. Podrá no tener mucho sentido, entre otras cosas porque es in-medible, determinar los grados de apoyo y oposición al Gobierno que se escondían entre semejante multitud. Sin embargo, salvo si se cree que esa cantidad de gente hubo de concentrarse sólo para ver recitales gratis y picar comidas regionales, de mínima aparece como verosímil que había ahí muchos, muchísimos, de quienes desde el conflicto con “el campo” –por vía del discurso hegemónico transmitido por los medios– se sentían en minoría. Y aun cuando no fuere así, es definitivamente veraz que toda esa gente venció a la mala onda, al todo negativo, a la esparcida edificación de que el país está atado con alambre. Quien haya prestado atención al modo narrativo de las coberturas periodísticas de los festejos, en cualesquiera de sus instancias, tiene que haberse dado cuenta de la falta de entusiasmo que los embargaba. Les costaba horrores admitir su sorpresa y al cabo, como resignada o hidalgamente lo hicieron casi todas las figuras opositoras, no les quedó más que la aceptación de un éxito que jamás quisieron ni previeron. Pasado ese momento, esos medios se refugiaron en calcular consecuencias porque las causas les resultan insoportables.

Noches pasadas charlábamos al aire con dos colegas acerca de cómo habrá de titularse, dentro de varios años, lo que pasó en estos días. De modo un tanto estentóreo, lo cotejábamos con el 17 de octubre del ’45 sólo por aquello de que toda la prensa respondía al interés oligárquico y, sin embargo, el pueblo cruzó la frontera, se lavó las patas en la fuente y dio vuelta la historia. Se nos ocurrió, entonces, que un título posible bien podría ser “Otros días en que la gente les ganó a los medios”. No es una visión romántica de los comportamientos populares porque, si es por eso, los argentinos tenemos en el ropero algunos muertos muy considerables, como el Mundial del ’78 o la guerra de Malvinas. Pero otras veces las masas aciertan, porque la realidad es dialéctica. En todo caso, para que el título imaginado mute de posible a probable es necesario tomar conciencia de que hay que construirlo sin descanso.

Posdata muy personalizada: cualquiera que haya recorrido y asimilado como se debe el centro festejante del Bicentenario, no puede menos que haberse conmovido por la extraordinaria participación adolescente. Participación, no acumulación fiestera. Pibes de 15, 16, 17 años, prendidos en discusiones políticas, en cánticos políticos, en referencias ideológicas. Se aflojaron las piernas cuando a minutos de las 12 del 25 estaban Los Olimareños, en el escenario del Obelisco, cantando la “Milonga del Fusilado” y “Gallo Negro Gallo Rojo”, y la multitud de gente joven, muy joven, los coreaba. Será de setentista melanco, pero se me aflojaron las piernas. Algo volvió. O algo nunca se fue del todo. Ojo. Andaremos lejos de poder decir que estamos ganando. Pero también andamos lejos de estar hechos mierda.

viernes, 21 de mayo de 2010

Dos fosas...

De la venganza
Por Mario Goloboff *


A la vista de lo que le sucedió a Prometeo, puede pensarse que en el mundo antiguo la venganza tenía, por decirlo así y de manera casi literal, piedra libre. No había límites para la furia desatada en las víctimas por un hecho que consideraban criminal. De este modo, fueron también apareciendo los grandes mitos que la representaban o la justificaban o la enaltecían, y que pocas veces la condenaban. Se entendía que era una exigencia sagrada, de donde con el tiempo surgiría la frase, un tanto percudida ya y someramente anodina, según la cual aquélla sería “el placer de los dioses”.

El mito más famoso, ciertamente, es el de Prometeo, por sus caracteres de inmediato, de completo, de cabal: satisfactoria en extremo, la venganza, aquí, no puede ser más reparadora y feroz. Sujeto y objeto de las iras de Zeus por haber robado el fuego del Olimpo a los dioses y habérselo entregado a los hombres, el héroe es desnudado, encadenado a una columna en las rocas del Cáucaso (atado a un peñasco, cuentan otros), donde todos los días un buitre le come el hígado que, para peor, todas las noches se reconstituye, y debe así padecerla interminablemente.

Entre las muy dolorosas, también está la impuesta a Tántalo, amigo íntimo de Zeus, invitado a los banquetes del Olimpo hasta el día en que, cuando la fama le había subido demasiado a la cabeza, traicionó los secretos de aquél y robó el alimento de los dioses para repartirlo entre sus amigos de abajo. Por esta y otras faltas aún mayores fue castigado a morir de hambre y de sed entre árboles frutales, fuentes y jardines. O la aplicada al pastor Bato, convertido, por la infidelidad de su palabra, claro está que en piedra o roca. También en la mitología germánica, en el inconmensurable Walhalla, las almas de los héroes caídos en combate, llevadas por las valquirias al lado de Odín, siguen disputándose por los conflictos de la Tierra y el cielo, se vengan como apasionados ejecutores de los enemigos y, de paso, sojuzgan a los infelices seres que pretenden conocer sus secretos.

Son, así, unos cuantos, me parece, los mitos que se fundan a partir del daño y el consecuente castigo y la reparación. Es que muchos de esos episodios tienen como origen una venganza o un desquite o un “me hiciste esto, te hago esto otro, que va a ser sin duda peor”, porque el hecho de que un dios no pueda anular o deshacer lo que hizo anteriormente su par, lleva, entre otras cosas, a esta abundancia en la imaginación y la fabricación permanentemente distinta de una nueva realidad. Lo cual, a su vez, deja en claro que son venganzas entre dioses (lo que podría decirse “entre dirigentes”), cuyos platos rotos pagamos los ínfimos mortales. Este género de reparación lo expuso por primera vez (¿por primera vez?) Esquilo (525-456), cuatro siglos antes de Cristo, en su terrible Prometeo encadenado y también en su Orestíada, y tamaños arquetipos vienen provocando desde entonces otros textos, siempre vivaces, siempre actuales. Se ve que algo ha de tener que ver todo esto con nuestra susceptible naturaleza humana.

La idea de justicia, en sustitución, fue apareciendo tímidamente con las religiones monoteístas. En el Pueblo de Israel la venganza se limitó muy pronto por disposiciones más prácticas: la Ley del Talión (el castigo no podía ir más allá que el daño recibido), la Ley del Asilo (por la cual había ciertos sitios en los que el delincuente podía refugiarse para evitar los vengativos abusos), la Ley de la Composición (por la cual se podía discutir una solución justa al daño hecho).

El Levítico propone normas que emanan de la palabra divina. “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo: mas amarás a tu prójimo como a ti mismo: Yo, Jehová” (19, 18). Después, el libro insiste en que la ley del amor debe extenderse también al forastero. “Y cuando el extranjero morare contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis. /.../ Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros, y ámalo como a ti mismo; porque peregrinos fuisteis en la tierra de Egipto...” (19, 3334). En fin, que los castigos por violación de la Ley eran muy duros ya en tiempos de Moisés (pena de muerte, incluida), pero aplicados menos como venganza que como expresión de justicia y de restitución de la convivencia social.

Porque, casi por definición, el espíritu de venganza es un sentimiento que no persigue ni acepta racionalidad alguna. Pedirle, por lo tanto, cálculo, frialdad, talento, es prácticamente extravagante e inútil. Por ello, también a menudo, vemos cómo actúa precipitada y ciegamente y, con su implícita y necesaria torpeza, termina malogrando los objetivos que a todas luces (tal vez, demasiadas) muestra perseguir.

Bien dicen los franceses (con frase que naturalmente no escapa a los placeres de la mesa): “La venganza es un plato que debe comerse frío”. En efecto, la excelencia de la réplica necesita del tiempo. Pero justamente el tiempo –se sabe– es lo único que en verdad mitiga el dolor del agravio. Paradójica constatación: cuando llega la hora en que la venganza puede alcanzar su más alto grado de perfeccionamiento, el deseo se ha postergado y acallado tanto que para la parte ofendida quizá ya no tenga sentido su realización.

Habría que tener en cuenta, además, el efecto que sobre la sociedad produce la satisfacción del odio, así como fue uno de los grandes motivos de placer de las masas griegas que participaban del teatro experimentando la cátharsis, una suerte de liberación o de canalización artística de las pasiones. En el paso de la tragedia griega, es decir, de la urdida y querida por los dioses, al drama shakespiriano, ocasionado por los furores de los pobres hombres, la venganza puede decirse que se “humaniza” o que se hace más “civil”, aunque no menos mortífera. Pero muestra, exhibe mejor, nuestras inconsistencias, nuestras debilidades, hasta lo desmesurado o lo ridículo de sus propósitos.

Finalmente, lejos de ser un placer de dioses, la venganza aparece como un sentimiento bajo, menor, poco noble, aun en el sentido histórico del término nobleza. Algo aristocráticamente, pero no sin convicción, suele recordarse la frase de María Antonieta a su verdugo, sobre cuyo pie acababa de pisar involuntariamente al subir al cadalso: “Discúlpeme, señor, no lo he hecho a propósito”. Excusas por un pie aplastado, guillotina y modales; sin duda gestos de superioridad social que no eximen de la más elevada, la superioridad moral.

Siempre más sutiles y más líricos, aunque no menos proféticos ni dramáticos, los chinos han acuñado largamente una frase que (toda traducción es aproximada) sostiene: “El que persigue la venganza, cava dos fosas”. Proponérsela es quizá la actividad mental más fantasiosa; visiblemente, el rencor suplanta, con sus lucubraciones, a la realidad; acaso en esta cerebración primitiva esté su verdadera satisfacción; acaso la revancha se satisfaga en su solo anhelo. Puede, en fin, que la verdadera venganza ni siquiera exista; que no sea posible, realizable ni, en el fondo, deseable practicarla. Tal vez con la justicia y la memoria alcance.

* Escritor, docente universitario.

martes, 18 de mayo de 2010

Moebius

El espejo europeo
Por Ricardo Forster


Los movimientos espasmódicos de la historia no dejan de sorprendernos. Lo que ayer parecía sellado hoy se rompe en mil pedazos; aquello otro que se ofrecía como el modelo a imitar es sacudido por movimientos sísmicos que lo transforman en una ruina. Los paraísos tan deseados al final de los ‘90 se han convertido en lugares que se aproximan a ritmo veloz a ese infierno del que queríamos huir cuando nuestro país se movía inmisericorde y rítmicamente hacia la catástrofe.

En un lapso breve lo que era la única solución a nuestra propia crisis se ofrece como el escenario, impensado muy poco antes, de un capitalismo depredador que conduce a algunos de sus países hacia experiencias que hemos conocido muy bien en un pasado reciente. A partir del segundo semestre de 2008 la imbatible fortaleza del neoliberalismo comienza a hacer agua por todos lados, su gramática del fin de la historia y de la llegada a la tierra prometida del mercado global muestran lo que por estas latitudes hemos conocido dolorosamente. Pero la crisis del neoliberalismo no significa su disolución y mucho menos que no siga siendo el recurso ideológico del establishment económico-político.

Los acontecimientos europeos de los que estamos siendo testigos, el hundimiento de la economía griega y el pánico que sacude las bolsas del mundo junto con la peste que amenaza con alcanzar a España, Portugal, Irlanda y algún otro país del este, contienen la extraña y alucinada persistencia del modelo del ajuste neoliberal que destruyó las economías de América latina durante los años ‘90.

No se trata sólo y exclusivamente de algunos bancos perversos que se aprovecharon del relajamiento de los controles, o de la burbuja de la especulación inmobiliaria; se trata de algo más profundo y estructural que hoy sacude violentamente las economías desarrolladas mientras que, por esas locas circunstancias de la historia, en el sur de América algunos países, que conocieron demasiado de cerca el rostro horroroso del capitalismo neoliberal, iniciaron proyectos alternativos que hoy nos colocan en una situación mucho más favorable que la de aquellos países siempre tomados como ejemplos a imitar por los ideólogos del sistema.

Quién no recuerda las interminables colas ante las embajadas extranjeras mientras todo se desplomaba y la convertibilidad ofrecía su verdadero rostro. Cómo olvidar las infinitas conversaciones en las que de lo único que se hablaba era de encontrar algún lejano antepasado de sangre europea que nos abriese las puertas mágicas de esas ciudadanías tan envidiadas. España o Italia eran los destinos anhelados, la meca de la salvación, esos territorios de los que habían sido expulsados o habían huido nuestros abuelos buscando en la lejana Sudamérica lo que sus lugares de nacimiento les negaban (pero también podía ser Estados Unidos o Canadá, Australia o Israel o cualquier otro país por más lejano y extraño que pudiera parecer con tal de salir de una Argentina incendiada, de un país que resultaba invivible y al que, pese a todo, se añoraría en el mismo instante de poner un pie en el nuevo destino).

Sus nietos, cuando concluyó la ficción menemista y cuando estalló en mil pedazos la absurda postergación del modelo neoliberal por parte de la Alianza, olvidaron rápidamente las desdichas de sus mayores, los relatos del hambre o de las persecuciones, para imaginar un mundo desarrollado que los recibiría con las manos abiertas. Creyeron que, al conseguir el pasaporte tan esperado, lograrían abandonar para siempre las pesadillas de un país equivocado, ese al que habían llegado por un infortunado error los abuelos y al que era imprescindible abandonar lo más rápido que se pudiera.

Los que no tuvieron la fortuna de ser portadores de los pasaportes de la felicidad se lanzaron igual a la aventura de los millones de indocumentados con los que se encontrarían al llegar a sus destinos. Todos, los descendientes afortunados y los desafortunados, terminarían siendo simplemente "sudacas". Pero no importaba, habían logrado traspasar las fronteras del Primer Mundo y estaban dispuestos a trabajar de cualquier cosa, incluso de aquello de lo que nunca hubieran estado dispuestos a hacer en su país.

Lo que no pudieron imaginar era que la soñada Europa se precipitaría hacia el mismo abismo al que nos precipitamos en el 2001. No pudieron prever que la peste neoliberal se ensañaría con los eslabones más débiles de la floreciente Europa y menos hubieran imaginado que las respuestas a la crisis serían un calco espantoso de lo que ya se había desplegado en la Argentina, pero al que se le agregaría esa dosis de racismo y xenofobia a la que son tan adictos muchos de los ciudadanos del mundo rico y desarrollado (como si estuvieran dentro de una película de horror descubrirían que ellos, los inmigrantes, incluso los que tenían sus papeles en orden, eran mal vistos y responsabilizados por el aumento de la desocupación).

Como un déja vu comprendieron que los paraísos no existen, que las imágenes de los griegos saliendo a las calles para protestar contra las políticas de ajuste impuestas por la Comunidad Europea para "rescatar" a su país del hundimiento, eran un calco ominoso de lo vivido años atrás en América latina. Escucharon, sin poder creerlo, al primer ministro griego anunciando que la única posibilidad de evitar la catástrofe no era otra que aquello mismo que había implementado el gobierno de De la Rúa bajo la inspiración del inefable Cavallo: reducción de salarios y de jubilaciones, ajuste fiscal, aumento de impuestos y leyes de flexibilización laboral. Y, como entre nosotros, los responsables del daño serían los únicos beneficiados. Mientras que los salarios sufrirían el ajuste, los bancos recibirían miles de millones para cubrir sus especulaciones fraudulentas.

Como si no fuese posible aprender de la historia, como si las experiencias recientes, y todavía frescas, de un país hundiéndose por seguir a rajatablas las recomendaciones del FMI y de todos los organismos internacionales, carecieran de toda significación a la hora de repetir los mismos errores y de aceptar las imposiciones de un modelo económico que no ha hecho otra cosa, en las últimas décadas, que ensanchar la brecha entre ricos y pobres al mismo tiempo que desplegaba toda la batería del capitalismo especulativo.

El discurso patético del "socialista" Zapatero anunciando el plan de ajuste con el que espera estabilizar la economía española es una muestra de la bancarrota ideológica de la socialdemocracia europea, pero es también la evidencia de una ingenuidad suicida: haga lo que haga Zapatero, ajuste lo que ajuste, el destino electoral ya está sellado de antemano porque será la derecha quien herede el poder después de que los supuestos progresistas acaben de realizar el trabajo sucio; de la misma manera que lo hicieron en la década del ‘80 cuando se convirtieron en funcionales a la implementación del modelo neoliberal.

Mientras tanto, ya son muchos los compatriotas que han elegido regresar al país, y lo hacen en un momento en el que la economía argentina se va alejando de aquella matriz que produjo nuestra catástrofe y ahora está acelerando la de algunos países europeos. Desde el 2003 las decisiones, primero de Kirchner, y ahora de Cristina Fernández, van en una dirección contraria a la de los ideólogos del libre mercado, de la globalización inequitativa y asimétrica, para buscar, como se viene haciendo, la reconstrucción del mercado interno, del trabajo y del salario.

Los pasos dados son importantes y han generado grandes resistencias entre los grupos de poder, esos mismos que se beneficiaron con la hiperinflación que se llevó puesto al gobierno de Alfonsín, que luego acumularon riquezas en los ‘90 menemistas y que se reconvirtieron rápidamente para volver a beneficiarse con la crisis terminal del 2001. Tal vez por eso es muy importante jugar en espejo recordando de dónde venimos y hacia dónde podemos regresar si les seguimos creyendo a los gurúes del establishment económico, esos mismos que vuelven a hacer de las suyas en Grecia y en España.

domingo, 16 de mayo de 2010

Cara de Roca

Desmonumentar
Por Osvaldo Bayer


Una vez más sostenemos que en la Historia finalmente triunfa siempre la Etica. Aunque pasen siglos. Recuerdo cuando hace años comenzamos los jueves al anochecer, junto al monumento al general Julio Argentino Roca, demostrando que, documento tras documento, los argentinos honrábamos a un genocida, a un racista y a quien había restablecido la esclavitud en la Argentina, en 1879, esclavitud a la cual nuestra increíblemente progresista Asamblea del Año XIII había eliminado adelantándose en décadas a Estados Unidos y a Brasil. Pues bien, aquella iniciación se ve culminada ahora por el primer congreso nacional del movimiento “Desmonumentar a Roca, que se llevará a cabo el sábado próximo, 22 de mayo, día del Cabildo Abierto, y el domingo 23, en la ciudad bonaerense de Junín, al cual concurrirán delegaciones de todo el país de docentes, estudiantes, trabajadores, miembros de instituciones culturales, representantes de los pueblos originarios y todos los que quieran participar. Los actos serán públicos y culminarán con música del cada vez más joven conjunto Arbolito.

Cuando comenzamos hace años aquella tarea en el monumento a Roca de la Diagonal Sur fuimos demostrando lo que sosteníamos. Sobre el calificativo de genocida, mostramos el propio discurso de Roca ante el Congreso de la Nación, al finalizar su “Campaña al Desierto”: “La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida... El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero”. No puede haber mejor definición del concepto oficial de genocidio que estos conceptos del propio genocida. (Frase en la cual se nota su increíble racismo acusando a los seres humanos que habitaban desde hacía siglos esas regiones de haber “inundado las fértiles llanuras”. Cuando la verdad es que si alguien había inundado eran los descendientes de los conquistadores europeos que un buen día habían “descubierto América”.) Respecto del racismo de Roca están todos sus discursos en los que siempre emplea los mismos términos calificándolos de “los salvajes, los bárbaros”, mientras San Martín varias décadas antes siempre hablaba de “nuestros paisanos los indios”. Una diferencia abismal. Sobre el clima previo que preparó la matanza de Roca se pueden consultar los diarios de la época. Basta un ejemplo. El diario La Prensa del 16/10/78: “La conquista es santa; porque el conquistador es el Bien y el conquistado el Mal. Siendo Santa la conquista de la Pampa, carguémosle a ella los gastos que demanda, ejercitando el derecho legítimo del conquistador”. Racismo para obtener ganancias.

Respecto de que Roca restableció la esclavitud casi setenta años después de que ésta hubiera sido eliminada por la gloriosa Asamblea del año XII, lo demuestran los avisos publicados en los diarios de la época. Por ejemplo, el del diario El Nacional del 31-XII-78: “Entrega de indios”, como título. Y como texto: “Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia”. Con respecto a la crueldad empleada por Avellaneda, Roca y los miembros de ese gobierno, lo dice bien esta crónica del mismo diario porteño El Nacional de esa fecha: “Llegan los indios prisioneros con sus familias. La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres indias sus hijos para en su presencia regalarlos a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano, unos indios se tapan la cara, otros miran resignadamente el suelo, la madre india aprieta contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre indio se cruza por delante para defender a su familia de los avances de la civilización”. Esto lo hicieron los argentinos, como los españoles lo hicieron antes del glorioso Mayo de 1810. El mejor documento que nos habla de la traición de Roca y sus ayudantes del poder a esos principios de Mayo, por ejemplo, es si comparamos este estado de cosas con la declaración de Manuel Belgrano del 30 de diciembre de 1810, en su expedición al Paraguay, cuando proclamará la igualdad de derechos de los pueblos originarios, donde dice textualmente: “A consecuencia de la proclama que expedí para hacer saber a los naturales de los pueblos de Misiones que venía a restituirlos a sus derechos de Libertad, propiedad y seguridad, que por tantas generaciones han estado privados, sirviendo únicamente a las rapiñas de los que han gobernado he venido a determinar los siguientes artículos, con que acredito que mis palabras no son las del engaño ni alucinamiento con que hasta ahora se ha tenido a los desgraciados naturales bajo el yugo de hierro: 1) Todos los naturales de Misiones son libres, gozarán de sus propiedades y podrán disponer de ellas como mejor les acomode. 2) Desde hoy les liberto del tributo”. Y luego en los otros artículos los “habilita para todos los empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos” y les promete créditos para la compra de “instrumentos para la agricultura y para el fomento de las crías”. De la Igualdad y la Libertad a la esclavitud y la muerte. La absoluta traición a los principios de Mayo. Lo mismo hará ese extraordinario libertario que se llamó Juan José Castelli al llegar al Alto Perú, para no hablar de Mariano Moreno en su defensa valiente de la igualdad de los pueblos originarios de estas tierras americanas.

Pero, claro, con Roca comenzará el dominio del latifundio, luego de que después del exterminio de los pueblos del sur se repartan 41 millones de hectáreas a 1843 terratenientes. Al presidente de la Sociedad Rural –sí, la misma que sigue hoy representando a los estancieros– se le entregarán nada menos que 2.500.000 hectáreas.

¿Y quién era él? José María Martínez de Hoz, el bisabuelo directo del Martínez de Hoz que fue ministro de Economía de la última dictadura militar, la de la desaparición de personas. Cómo el verdadero poder siempre se mantuvo en las mismas manos en nuestra historia. Ya que jamás se llevó a cabo una reforma agraria. A todos los miembros de la comisión directiva de esa Sociedad, Avellaneda-Roca les otorgó un mínimo de medio millón de hectáreas. Y ahí están los apellidos clásicos del Barrio Norte: los Pereyra Iraola, los Oromí, los Unzué, los Anchorena, Amadeo, Miguens, Real de Azúa, Leloir, Temperley, Llavallol, Arana, Casares, Señorans, Martín y Omar.

En el primer congreso de “Desmonumentando a Roca” que comenzaremos el sábado próximo en Junín sentaremos las bases para una propuesta de profundo sentido ético, terminar con el endiosamiento del genocidio y propender a que se quiten los monumentos a la persona de Roca, se reemplace su nombre a todas las calles que lo ostentan en nuestras ciudades.

Y también que la ciudad patagónica de General Roca pase a llevar el nombre que esa zona ostentaba antes del paso del genocida: Fiske Menuco.

Los argentinos jamás hicieron congresos de historiadores para hacer una autocrítica de los crímenes oficiales que se cometieron contra los pueblos que durante siglos habitaron estas generosas tierras. Al contrario, glorificaron con los nombres de los asesinos oficiales lugares públicos. Cuando propusimos a los representantes del pueblo de la Capital quitar el monumento a Roca y reemplazarlo por una obra escultórica que represente a la mujer originaria –ya que en su vientre se originó el criollo que fue el soldado de nuestros ejércitos de la Independencia–, ese proyecto fue rechazado por el macrismo, que señaló que en “historia hay que mirar hacia adelante”. Ante tal argumento señalé públicamente: “Entonces, con ese criterio, Alemania tendría que tener todos los monumentos a Hitler”. Más todavía, que justamente el monumento a Roca es el más grande y céntrico de nuestra ciudad, apenas a metros del Cabildo, donde se declaró nuestra Libertad y se sostuvo la igualdad de todos como principio. Además, ese monumento fue llevado a cabo por resolución de un gobierno no democrático, en la Década Infame durante el período del general Justo, elegido –como es sabido– por el llamado “fraude patriótico”, término argentino que debería avergonzarnos a todos. ¿Y quién era el vicepresidente del general Justo? Nada menos que el hijo de Roca, Julio Argentino Roca (hijo), quien fue el verdadero inspirador de ese monumento a su padre.

Ese monumento es aún más injusto porque el general Roca, siendo presidente, aprobó la ley más cruel de la legislación argentina, la 4144, la llamada “Ley de Residencia”, por la cual se expulsaba a todo extranjero que perturbara el orden público. Que se aplicó principalmente a obreros que promovieron el avance de la justicia social, luchando por las ocho horas de trabajo. Pero la maldad de esta ley era que se expulsaba sólo al hombre y se dejaba aquí a su mujer y a sus hijos. Eso se hacía para que las esposas les aconsejaran a sus maridos no comprometerse en las luchas obreras porque corrían el peligro de ser expulsados y ellas quedaban aquí solas, con sus hijos, ¿y cómo podrían alimentarlos? También Roca fue el primer presidente que reprimió con extrema violencia un acto obrero del 1º de marzo, en memoria de los mártires de Chicago. Fue el 1º de mayo de 1904 y allí fue muerto el marinero Juan Ocampo, de 18 años de edad. El primer mártir del movimiento obrero argentino. De él no hay ni una callejuela en un barrio obrero. Pero el represor, Roca, tiene calles hasta en el último rincón urbano del país.

La ilustración de esta nota pertenece al libro Pedagogía de la Desmemoria. Crónicas y estrategias del genocidio invisible, de Marcelo Valko. Y es una caricatura de Roca hecha por la publicación Don Quijote del 25/10/1891, en pleno auge político del genocida. Caricatura que demuestra toda la crueldad de su persona. El reciente libro de Valko deja bien al desnudo la verdadera personalidad de Roca. Y demuestra que en el curso de la historia cómo se justificó lo injustificable que ha quedado siempre oculto por más de un siglo y medio y hoy recién comienza a debatirse. Además se traen las citas del lenguaje de los políticos notables de la época y su racismo insoportable, con expresiones como “Raza estéril”, “enjambre de hienas” o “gusanos” como se calificaba a los pueblos originarios para facilitar el genocidio. Toda la línea de los pensadores “liberales positivistas” de la época. Se quería terminar con la nación mestiza para lograr la llamada “civilización europea”. Y también, otros aspectos, la posición dual de la Iglesia en esa época. No deja el autor de demostrar la corrupción oficial en la que se destaca las prebendas de los dos hermanos de Roca: Rudecindo y Ataliva. Sarmiento inventó el verbo “atalivar” que suplantaba al de “cobrar la coima”. En resumen, un libro fundamental para llegar a la verdad de ese pasado argentino. Y para interpretar el fracaso argentino posterior a ellos, que culminó con la dictadura de la desaparición de personas.

Por eso, por fin, una reunión nacional, los próximos sábado 22 y domingo 23 de mayo, en Junín, donde se debatirán en sucesivos encuentros todos los temas que hacen al pasado argentino que nos lleva a preguntarnos: ¿qué nos pasó a los argentinos después de esos principios de Mayo, plenos de generosidad y de la búsqueda de la Igualdad por medio de la Libertad?

viernes, 14 de mayo de 2010

La casa del ser

Incendio en la casa del ser
Por Juan Forn


“Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace 140 años.” Por esas dos líneas escritas por su compatriota Vicente Huidobro decidió Nicanor Parra dedicarse a la poesía. Ya era (además de hermano mayor de Violeta Parra) ingeniero, diplomado en termodinámica en EE.UU. y en cosmología en Oxford, cuando quiso saber por qué caía esa mujer desde hacía siglo y medio. Pregunta no muy pertinente para los cánones de la ingeniería: la poesía no es un asunto pertinente para la ingeniería y Parra era, a pesar de ingeniero, un impertinente. Así que prefirió adscribir a esa otra ley de la termodinámica que enunció alguna vez Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Así fue como llegó Parra a lo que definió como antipoesía. “Yo me preguntaba por qué cresta los poetas hablaban de una forma y escribían de otra, esa jerga conocida como lenguaje poético, que no tiene nada que ver con el lenguaje de la realidad.”

Puesto en esos términos, parece un mero cuestionamiento verbal, pero lo de Parra apuntaba más lejos: para poder ver las cosas de otro modo es necesario cambiar de perspectiva, y pocos tipos hay en nuestra lengua capaces de sacarnos la alfombra debajo de los pies como hace Parra con una sola frase. Ejemplo: “El automóvil es una silla de ruedas”. Léanla de nuevo, van a ver que el texto se movió, que leen otra cosa. Eso es Parra. El juego de palabras que de pronto corcovea y muta en otra cosa: “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”. El creativo publicitario tiene esa clase de don, pero para generar antimateria. Parra genera antipoemas; es decir, anticuerpos contra la antimateria que nos tiran todo el día por la cabeza. Hay un famoso poema suyo que empieza: “El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario”. Y así sigue avanzando facilonamente, estrofa tras estrofa, hasta sus versos finales. Antes de citarlos déjenme contar que, a los 64 años, Parra descubrió a la mujer de su vida, fue brevemente feliz con ella, pero ella lo abandonó y poco después se suicidó, y en honor de ella Parra escribió “El hombre imaginario”, que termina: “Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”.

Es famosa su pica con Neruda. Igualmente famosa es su frase: “Hay dos maneras de refutar a Neruda; una es no leyéndolo; la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado”. (Otra vez contestó así a la acusación de que la obra de Neruda era despareja: “La Cordillera de los Andes también es despareja”.) En su poema “Malos recuerdos”, dice: “Para la mayoría / soy un narciso de la peor especie / el hombre de dos caras / el que se cree más de lo que es / el que no tiene paz / ni con las mariposas del jardín. / Todos se consideran con derecho / a festejarme con un poco de barro”. Treinta años después, al recibir un Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Chile, dijo: “Una sola pregunta: ¿cuándo piensan erigirme una estatua? La paciencia tiene su límite. Sin estatua me siento miserable. Pero, por favor, que sea de barro. Para que dure lo menos posible”.

Entre otras chambonadas, Parra aceptó ir a la Casa Blanca a tomar el té con la esposa de Nixon en plena guerra de Vietnam, durante un congreso de escritores en Washington (y cuando los cubanos le retiraron la invitación como jurado del Premio Casa de las Américas, él mandó un cablegrama a la isla que decía: “Apelo a la Justicia revolucionaria una rehabilitación urgente. Fidel debería creer en mí tal como yo creo en él”). A diferencia del resto de su familia, nunca apoyó a la Unión Popular de Allende y siguió enseñando en la universidad después del golpe de Pinochet. Pero cuando el Papa fue a Chile, escribió: “La sonrisa del Papa nos preocupa / SS debiera llorar a mares / y mesarse los pelos que le quedan / ante las cámaras de televisión / en vez de sonreír a diestra y siniestra / como si en Chile no ocurriera nada / que se ría de la Santa Madre si le parece / pero que no se burle de nosotros”. Y poco antes (más precisamente en 1977) había escrito: “Que levanten la mano los valientes. / A que nadie es capaz / de arrancarle una hoja a la Biblia / ya que el papel higiénico se acabó. / A que nadie se atreve / a escupir la bandera chilena. / A que nadie se ríe como yo / cuando los filisteos lo torturan”.

Se admire o se odie a Parra, hay que reconocerle su fidelidad absoluta al género que inventó. Cuando le dieron en Guadalajara el premio Juan Rulfo, empezó su discurso de agradecimiento diciendo: “Hay diferentes tipos de discursos. / El discurso ideal / es el discurso que no dice nada, / aunque parezca que lo dice todo”. Lo pongo en verso porque así lo leyó. Y así lo incluyó en su libro Discursos de sobremesa, que está compuesto enteramente de textos leídos al recibir premios y honoris causas. Que, por supuesto, son antipoemas. Es decir, reversos exactos del discurso ideal: parece que no dicen nada y logran decirlo todo. Mi preferido es el que pronunció en el centenario de Vicente Huidobro, que se titula “Also sprach Altazor” (y que debajo aclara “Título del original en inglés: ‘Hay que cagar a Huidobro’”) y empieza preguntando qué sería de la poesía chilena sin Huidobro, pasa después a defender la megalomanía del poeta (“Sus opiniones nunca pecaron de moderadas / incluso llegó a atreverse / a enmendar la plana al propio Homero / que no debió haber dicho jamás, según él / las nubes se alejan como un rebaño de ovejas / sino lisa y sencillamente / las nubes se alejan balando / Y paré que tenía razón”). Y sobre el final hace su famosa declaración: “Hay una frase de Huidobro / no creo que haya otra más enigmática / más sobrecogedora / en todo el reino de las bellas letras: / ‘Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace 140 años’ / A mí me deja mudo”.

Mentira, por supuesto: nada deja a mudo a Parra. Hoy tiene 96 años, espera contra toda esperanza que le den el Nobel antes de morir y le gusta contar a quienes llegan en peregrinación a verlo que, en el preciso lugar donde se alza su casa en Las Cruces, había un castillo hecho enteramente de madera, con el exterior recubierto de tejuelas de alerce. “El que entraba ahí se quería quedar a vivir para siempre.” El castillo estaba medio abandonado cuando Parra lo compró, y el cuidador que vivía ahí se tuvo que ir a su pesar. Pocos días después, un incendio destruyó el castillo. Todas las señales indicaban que el cuidador había provocado el fuego. Parra se lo encontró contemplando las cenizas aún humeantes y le dijo: “¡Huevón de mierda, mira lo que hiciste!”. El cuidador le contestó sin apartar la mirada: “Yo quería esa casa más que usted”. Heidegger decía que la poesía es la casa del ser. Parra vio arder esa casa y levantó otra sobre sus cenizas. Están los que dicen que fue él quien la quemó. Y están los que dicen que nadie quería esa casa tanto como él.

jueves, 13 de mayo de 2010

Domino Dancing

De la mala a la peor
Por Juan Gelman


Se apaga el concierto de voces que proclaman la salida de la crisis económica mundial: el sismo europeo es una fuerte réplica del epicentro que sacude a EE.UU. desde el 2008. Hasta el FMI subraya que las medidas adoptadas para salvar a Grecia son apenas calmantes de una enfermedad grave. Pero no explica en qué consiste el mal. Sólo propone la “cura” de las medidas de ajuste que afectan a millones y millones de habitantes del planeta.

El distinguido profesor emérito de Economía de la Universidad de Ottawa, Michael Chossudovsky, y el investigador independiente Andrew Gavin Marshall acaban de reunir en el volumen titulado The Global Economic Crisis. The Great Depression of the XXI Century (Global Research Publishers, Centre for Research on Globalization, Montreal, 2010) los trabajos de 16 especialistas que exploran a fondo las causas y consecuencias de un fenómeno que no se debe precisamente a un puñado de banqueros sin escrúpulos, como Barack Obama propone: es el desemboque de un largo proceso de cambio del modelo económico occidental que se inició en los años ’80. La llamada “desregulación” que nació entonces estuvo normada por la implantación progresiva de complejos instrumentos creados por el aparato financiero.

Los editores sintetizan las conclusiones de los estudiosos en el prólogo de la obra (www.globalresearch.ca, 9-5-10). La central: “La humanidad se encuentra en la encrucijada de la crisis económica y social más grave de la historia moderna”. Se subraya que no consiste sólo en la burbuja inmobiliaria que estalló hace dos años: el hundimiento de los mercados financieros en el período 2008/09 fue secuela del fraude institucionalizado y la manipulación financiera. En obediencia, claro, a la ley del beneficio máximo.

Es notorio que esto ensancha las distancias entre base y cima sociales en materia de distribución del ingreso nacional. Un estudio que el profesor Emanuel Saez, del Departamento de Economía de la Universidad de Berkeley, llevó a cabo hace dos años revela que en EE.UU. ese distanciamiento “es particularmente brutal a partir de los ’80: el 10 por ciento más rico (de la población) acaparaba el 35 por ciento del ingreso nacional en 1982, una proporción que alcanza el 50 por ciento 25 años después, reinstalando la situación que precedió al crac de la Bolsa en 1929” ( , 15-3-08). Pese a las declaraciones optimistas de la Casa Blanca, el desempleo en la superpotencia va en aumento.

Otros análisis inquietantes se resumen en el prólogo de The Global Economic Crisis: esta recesión económica no tiene un origen acotado, sino que se inscribe en el desarrollo de una militarización a escala mundial. “La dirección de la ‘guerra prolongada’ del Pentágono se vincula estrechamente con la reestructuración de la economía global..., la arquitectura financiera global alimenta objetivos estratégicos y de seguridad nacional. A cambio, la agenda militar de EE.UU. y la OTAN sirve de apoyo a una poderosa elite empresarial que socava incesantemente las funciones del gobierno civil.”

El traslado de una ingente masa de capital a las actividades financieras ha “desmaterializado” la producción y provocado un cambio estructural en la economía estadounidense: crece el número de quiebras de empresas pequeñas y medianas, al mismo tiempo que la economía de guerra, engordada por un presupuesto de defensa de casi un billón de dólares, goza de muy buena salud. La industria de armas de alta tecnología y la contratación de mercenarios para las guerras de Irak y Afganistán conocen, entre otros, un esplendor sin precedentes. “Basta echar un vistazo a la escalada (bélica) en el Medio Oriente y Asia Central, así como a las amenazas de EE.UU. y de la OTAN dirigidas a China, Irán y Rusia, para percibir hasta qué punto la guerra y la economía están íntimamente vinculadas.”

Las relaciones de la banca con el complejo militar-industrial y los gigantes del petróleo, el papel central que la política monetaria desempeña en la recesión, el peso de la deuda pública y privada, las repercusiones socioeconómicas y políticas que acarrearon las reformas del libre mercado, son aspectos que, entre otros, escrutan analistas destacados como Claudia von Werlhof, Richard C. Cook y Peter Dale Scott. Desde distintos puntos de vista y desde disciplinas diferentes, todos los autores coinciden –señala el prólogo– en que se trata de una crisis con alcances verdaderamente mundiales que influyen en todas las naciones y en todas las sociedades. La estadounidense incluida, desde luego.

“Nunca vi algo semejante –señaló Noam Chomsky sobre el estado de ánimo imperante en EE.UU. (www.legrandsoir.info, 24-4-10)–. Escucho la radio para enterarme de lo que dicen los que llaman por teléfono. ¿Qué me pasa?, se preguntan. Hice todo lo que me dijeron que hiciera. Soy un buen cristiano. Trabajo duro para mantener a mi familia. Tengo un arma. Creo en los valores de este país y, sin embargo, mi vida se derrumba.”

martes, 11 de mayo de 2010

La banalidad del mal

Tener que ver
Por Noé Jitrik


Interrogada por su hijo acerca de la muerte de su padre, la madre de Hamlet declara: “Yo no tengo nada que ver”. No importa si la frase es exactamente así ni si el torturado príncipe le cree; lo que importa, me parece, es, puesto que esa expresión es usual con el mismo sentido, por un lado la declaración de inocencia y, por el otro, la declaración de no complicidad, sobre todo esto último es lo que se destaca en la tragedia. Es claro que ambas inferencias pueden ser falsas, pero por qué tanto las dos así como su falsedad pueden surgir de unos términos que, redundantemente, no tendrían nada que ver.

Dicho de otro modo, y ya se verá que la reflexión no es trivial, “tener que ver” parecería, en una lectura literal, una frase investida de un sesgo programático, algo así como una obligación a o posibilidad de, precisamente, ver algo, como si un sujeto A le dijera a un sujeto B, hablando de una película por ejemplo, “tienes que verla”. ¿Por qué, por lo tanto, esa tremenda torcedura semántica que lleva a esta frase, muy corriente y que en sí misma carece de relieve, a expresar situaciones tan graves como la responsabilidad, la complicidad o la falsedad?

Las declaraciones del tipo “no tengo nada que ver” abundan en los expedientes judiciales y es muy probable que la mayor parte de ellos sea del tipo “mamá de Hamlet”, o sea alegación de inocencia, y poco se podría decir sobre ello porque se comprenden de suyo y ni siquiera implican grandes desafíos para los interrogadores; divertido es el “no tengo nada que ver” del amante sorprendido en flagrante operación, es un sí recriminatorio de quien lo sorprende, es un no que alega inocencia del sorprendido.

Más interesantes son las que tienen relieve histórico; una famosa es la que se desprende de los argumentos que esgrimió Adolf Eichmann –no fue el único– cuando lo juzgaban por el papel que había desempeñado en los peores momentos del nazismo; debe haber dicho –si no es así literalmente lo es en su contenido, él no está para refutarme ni corregirme– algo como esto: “Yo me limité a despachar trenes, no tuve nada que ver con lo que pudo haber pasado con los pasajeros”. Hannah Arendt interpretó esta salida dándole una designación que tuvo mucha fortuna, “la banalidad del mal” enunció, expresión muy acertada –pese a que la palabra “banalidad” es un barbarismo– pues indica que el “no tener nada que ver” va más allá del sentimiento de culpa que, ya se sabe, es un subproducto de la responsabilidad.

El ejemplo es fuerte porque muestra la magnitud de un desentendimiento acerca de algún suceso que por su índole no podía dejar indiferente a nadie. ¿Qué pasa entonces con aquellos a quienes ese suceso deja indiferentes? El ghetto de Varsovia para los polacos decentes, las desapariciones argentinas para los buenos vecinos de una ciudad en la que, como había escrito Luisa Valenzuela, “pasaban cosas raras”, mucha gente “no tenía nada que ver”, algunos jactándose de ello, otros ocultando los alcances de ese escudo protector, otros, por fin, empleando la expresión a sabiendas de que “tenían algo que ver”.

O que mirar. Un gesto característico del “nada que ver” es el mirar al costado cuando se debería mirar al frente. Fuerte inclinación de cabeza, fuerte torsión de las caderas, súbito apagamiento de la sensibilidad, poner cara de “¿a mí?”. A veces, en ciertas sociedades, en determinados momentos, esos movimientos de fuga son más fuertes, y hasta cierto punto explicables aunque, va de suyo, las explicaciones suelen ser insatisfactorias cuando ya no hay razón para no tener que ver: durante las dictaduras la razón es el temor no a enterarse, porque las cosas “raras” están ahí, sino a arriesgar la vida sólo por enterarse y ser por lo tanto pasibles de un “tener que ver” que podría acarrear consecuencias similares a las que afectan a aquellos con quienes “no se tiene nada que ver”; cosas se han visto en ese sentido, estar en una libreta de direcciones de un guerrillero preso, haber tenido gestos que podían ser vistos como sospechosos, encontrarse, sin pensarlo, con un viejo amigo sin saber “en qué andaba”, etcétera. Y, junto a esa táctica, otra que se consagró y pasó a la historia, “lavarse las manos”, cuando un tal Pilatos lo hizo en el preciso momento en que se mandaba al sacrificio a un oscuro predicador, de los tantos que pululaban en un momento de delirios místicos, pensando, quizá, que su higiene manual no tendría mayores consecuencias, en lo cual se equivocó en toda la línea, como es público y tan notorio que la frase logró carta de ciudadanía y todavía sigue provocando arrebatos místicos en las sacristías o, si esto parece poco, en algunas de las bellísimas cantatas de Juan Sebastián Bach.

La abundancia en el uso de estas frases es abrumadora, tanto en la vida ordinaria como en lo social. En este campo los burócratas son especialistas, usan la frase para evitar responsabilidades, trabajo, lo que sea, pero no se comparan con el arte que despliegan muchos políticos que, por norma general, nunca tienen nada que ver cuando son interrogados. Pero la expresión no está sola; una que la acompaña es “Yo no he visto nada”, muy usual en quienes experimentan una profunda repugnancia a ser testigos de tiempo completo, sobre todo cuando han visto algo.

Tal vez haya otras muchas variantes de esta singular metáfora óptica; las indicadas sirven para acercarse al tema o a esta clase de declaraciones porque permiten explicar(se) el malestar que provocan en quienes no vacilan en “tener que ver”. Estos, impregnados de viejas pero siempre acuciantes ideas de “compromiso”, experimentan una fuerte sensación de incomodidad cuando escuchan tales formulaciones, les parece intolerable que haya quienes lo eluden refugiándose impunemente en el supuesto valor que residiría en una mecánica de la percepción: el que “no tiene nada que ver” parece estar expresando no sólo un subjetivismo radical, el viejo “esse est percipi”, algo así como por qué me exigen que me haga cargo de lo que no he visto que, porque no lo he visto, seguramente no existe, sino también un desafío jurídico: “Pruébenme que yo he tenido algo que ver”. Y, un paso más adelante, “Pruébenme que eso que tendría que haber visto es algo real y aberrante o terrible o condenable”. ¿No será ése el tenor de la obstinación del obispo Williamson cuando sostiene que el nazismo no tuvo nada que ver con los hornos crematorios que, por otra parte, vaya uno, él, a saber si existieron?

De ahí, otro coletazo acerca de este particular tener y ver. Para el que sostiene que no tiene nada que ver, por ejemplo con el exterminio nazi –seis millones– o soviético –varios millones, no sé cuántos– o, para no ir tan lejos, con la más modesta dictadura argentina del ’76 al ’83 –sólo treinta mil, más o menos– habría que probarle, ante todo, que eliminar judíos y otros especímenes degradados era en sí mismo un mal, lo mismo que los trotskistas rusos o los guerrilleros argentinos; después, que si esa sana idea se ejecutó o no no le consta y, por último, por qué tenía que darse por enterado cuando tenía que ocuparse de sus propios y apremiantes asuntos.

Pareciera que el tema sólo concierne a individuos particulares, o sea que es del ámbito privado y personal, en una oposición entre el concepto de compromiso y la actitud de prescindencia; seguramente también lo es público, tanto que es más que probable que guíe políticas de Estado y que, propuesto como modo de interpretar conflictos, permita entender a qué se dirigen unas u otras. Así, una política distributiva tiene que ver con lo que falta o, mejor dicho, mira y ve; una política libremercadista, en cambio, no tiene nada que ver con lo que falta, salvo clientes, con los que quiere tener que ver y a los que mira y ve.

Un modo, pues, de interpretar o de juzgar actitudes o comportamientos que, en la presentación precedente parecen directos y nítidos: quien pretende que no tiene nada que ver lo dice y quien entiende que tiene que ver lo declara; aquél huye de todo juicio, éste lo asume y no hay demasiadas dudas, habiendo o no comprensión de una u otra actitud. Pero hay una variante nada desdeñable en el comercio declarativo, la de aquellos que dicen que tienen que ver pero que consiguen echar cortinas de humo de modo tal que, en realidad, terminan por tener todas las ventajas del no tener que ver. Balanceo muy parecido a la hipocresía como la de aquellos que, no nos es desconocido, declaran que simpatizan mucho con los pobres, que casi no tienen para comer, o sea que ven lo que tienen que ver, y al mismo tiempo tiran productos a las acequias para que no baje el precio respecto de lo cual proclaman que no tienen nada que ver.

jueves, 6 de mayo de 2010

"El olvido, además de una fatalidad, es un peligro" decía Discépolo...

Los olvidos y las responsabilidades
Ricardo Forster

Primo Levi, el extraordinario escritor italiano sobreviviente de Auschwitz, decía que en la estructura de los campos de exterminio nazi los psicópatas eran una absoluta minoría, mientras que los individuos considerados normales (buenos padres de familia, sensibles al sufrimiento, responsables para realizar satisfactoriamente el trabajo encomendado, obedientes a las leyes) constituían la abrumadora mayoría de los guardianes. Hanna Arendt hablará, más adelante, de la “banalidad del mal”, de ese mecanismo extraño a través del cual las acciones aniquiladoras de un individuo son el resultado de reglas aceptadas y de conductas naturalizadas. Tanto para Levi como para Arendt el eje del mal en la sociedad contemporánea no había que ir a buscarlo sólo y exclusivamente en las zonas negras, en esos portadores patológicos de la maldad, sino que el verdadero peligro estaba en las zonas grises, allí donde se mueven el grueso de los seres humanos. Bajo determinadas condiciones es posible que un individuo normal se convierta en un funcionario de la muerte.
Si una característica ha tenido el siglo que acaba de cerrarse es la posibilidad cierta de volver funcionales al poder, y a su potencia aniquiladora, las conductas cotidianas y “normales” de todos aquellos que no se sienten responsables por sus actos. Dicho de otro modo: las múltiples formas de la represión y del sometimiento, los mil mecanismos de la exclusión y del prejuicio, la instalación de políticas aterrorizadoras, son posibles gracias a, entre otras cosas, la vasta complicidad de amplias franjas de la población que participan, de diversos modos, en la reproducción y perpetuación de esas políticas represivas.
De la misma manera que es común escuchar, una vez superada la etapa del terror y destituidos sus perpetradores, que esos mismos que avalaron la puesta en funcionamiento de los dispositivos terroristas de Estado, nada sabían de lo que sucedía. Con rápidos reflejos descargan sobre el cuerpo de los más visibles representantes del horror el anatema del chivo expiatorio, aquella figura arcaica que permite, en una sociedad como la nuestra, desresponsabilizar a todos aquellos que también hicieron posible la implantación de la máquina represiva, de una máquina que les fue funcional y a la que apoyaron durante el tiempo que les sirvió y a la que dejaron girando en el vacío cuando los vientos de la época cambiaron hacia otra dirección. La memoria de una sociedad se construye eligiendo distintos caminos; nosotros, en nuestro país, hemos visto de qué modo la terrible experiencia de la Dictadura y del terrorismo de Estado quedó reducida, en los relatos oficiales, a los responsables militares, a las cúpulas de las Fuerzas Armadas, mientras que ese otro tejido de responsabilidades y complicidades, que involucró a una parte sustancial del establishment económico y que encontraría en Alfredo Martínez de Hoz y su equipo a su mejor representante, y que contó con el aval de un amplio sector de la población fue sistemáticamente borrado de la memoria colectiva, omitiendo de un plumazo a todos aquellos que no sólo aceptaron la solución golpista, sino que fueron cómplices directos de la represión y de la puesta en funcionamiento de una política económica que se entramó perfectamente con el terrorismo de Estado.
Acabados los años dictatoriales un piadoso e interesado manto de olvido se tendió sobre esos mundos civiles que hicieron posible y deseable que la barbarie militar asolara a la Argentina. Los traspiés de la democracia, su espasmódico andar, sus deudas y sus miserias hay que ir a buscarlas allí donde los mismos que fueron cómplices activos de la Dictadura siguieron manipulando desde sus prácticas perversas los resortes del poder. La decisión de la Corte Suprema de anular el indulto que beneficiaba a Martínez de Hoz inicia otra forma de reparación y de justicia.