jueves, 6 de mayo de 2010

"El olvido, además de una fatalidad, es un peligro" decía Discépolo...

Los olvidos y las responsabilidades
Ricardo Forster

Primo Levi, el extraordinario escritor italiano sobreviviente de Auschwitz, decía que en la estructura de los campos de exterminio nazi los psicópatas eran una absoluta minoría, mientras que los individuos considerados normales (buenos padres de familia, sensibles al sufrimiento, responsables para realizar satisfactoriamente el trabajo encomendado, obedientes a las leyes) constituían la abrumadora mayoría de los guardianes. Hanna Arendt hablará, más adelante, de la “banalidad del mal”, de ese mecanismo extraño a través del cual las acciones aniquiladoras de un individuo son el resultado de reglas aceptadas y de conductas naturalizadas. Tanto para Levi como para Arendt el eje del mal en la sociedad contemporánea no había que ir a buscarlo sólo y exclusivamente en las zonas negras, en esos portadores patológicos de la maldad, sino que el verdadero peligro estaba en las zonas grises, allí donde se mueven el grueso de los seres humanos. Bajo determinadas condiciones es posible que un individuo normal se convierta en un funcionario de la muerte.
Si una característica ha tenido el siglo que acaba de cerrarse es la posibilidad cierta de volver funcionales al poder, y a su potencia aniquiladora, las conductas cotidianas y “normales” de todos aquellos que no se sienten responsables por sus actos. Dicho de otro modo: las múltiples formas de la represión y del sometimiento, los mil mecanismos de la exclusión y del prejuicio, la instalación de políticas aterrorizadoras, son posibles gracias a, entre otras cosas, la vasta complicidad de amplias franjas de la población que participan, de diversos modos, en la reproducción y perpetuación de esas políticas represivas.
De la misma manera que es común escuchar, una vez superada la etapa del terror y destituidos sus perpetradores, que esos mismos que avalaron la puesta en funcionamiento de los dispositivos terroristas de Estado, nada sabían de lo que sucedía. Con rápidos reflejos descargan sobre el cuerpo de los más visibles representantes del horror el anatema del chivo expiatorio, aquella figura arcaica que permite, en una sociedad como la nuestra, desresponsabilizar a todos aquellos que también hicieron posible la implantación de la máquina represiva, de una máquina que les fue funcional y a la que apoyaron durante el tiempo que les sirvió y a la que dejaron girando en el vacío cuando los vientos de la época cambiaron hacia otra dirección. La memoria de una sociedad se construye eligiendo distintos caminos; nosotros, en nuestro país, hemos visto de qué modo la terrible experiencia de la Dictadura y del terrorismo de Estado quedó reducida, en los relatos oficiales, a los responsables militares, a las cúpulas de las Fuerzas Armadas, mientras que ese otro tejido de responsabilidades y complicidades, que involucró a una parte sustancial del establishment económico y que encontraría en Alfredo Martínez de Hoz y su equipo a su mejor representante, y que contó con el aval de un amplio sector de la población fue sistemáticamente borrado de la memoria colectiva, omitiendo de un plumazo a todos aquellos que no sólo aceptaron la solución golpista, sino que fueron cómplices directos de la represión y de la puesta en funcionamiento de una política económica que se entramó perfectamente con el terrorismo de Estado.
Acabados los años dictatoriales un piadoso e interesado manto de olvido se tendió sobre esos mundos civiles que hicieron posible y deseable que la barbarie militar asolara a la Argentina. Los traspiés de la democracia, su espasmódico andar, sus deudas y sus miserias hay que ir a buscarlas allí donde los mismos que fueron cómplices activos de la Dictadura siguieron manipulando desde sus prácticas perversas los resortes del poder. La decisión de la Corte Suprema de anular el indulto que beneficiaba a Martínez de Hoz inicia otra forma de reparación y de justicia.

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