martes, 18 de mayo de 2010

Moebius

El espejo europeo
Por Ricardo Forster


Los movimientos espasmódicos de la historia no dejan de sorprendernos. Lo que ayer parecía sellado hoy se rompe en mil pedazos; aquello otro que se ofrecía como el modelo a imitar es sacudido por movimientos sísmicos que lo transforman en una ruina. Los paraísos tan deseados al final de los ‘90 se han convertido en lugares que se aproximan a ritmo veloz a ese infierno del que queríamos huir cuando nuestro país se movía inmisericorde y rítmicamente hacia la catástrofe.

En un lapso breve lo que era la única solución a nuestra propia crisis se ofrece como el escenario, impensado muy poco antes, de un capitalismo depredador que conduce a algunos de sus países hacia experiencias que hemos conocido muy bien en un pasado reciente. A partir del segundo semestre de 2008 la imbatible fortaleza del neoliberalismo comienza a hacer agua por todos lados, su gramática del fin de la historia y de la llegada a la tierra prometida del mercado global muestran lo que por estas latitudes hemos conocido dolorosamente. Pero la crisis del neoliberalismo no significa su disolución y mucho menos que no siga siendo el recurso ideológico del establishment económico-político.

Los acontecimientos europeos de los que estamos siendo testigos, el hundimiento de la economía griega y el pánico que sacude las bolsas del mundo junto con la peste que amenaza con alcanzar a España, Portugal, Irlanda y algún otro país del este, contienen la extraña y alucinada persistencia del modelo del ajuste neoliberal que destruyó las economías de América latina durante los años ‘90.

No se trata sólo y exclusivamente de algunos bancos perversos que se aprovecharon del relajamiento de los controles, o de la burbuja de la especulación inmobiliaria; se trata de algo más profundo y estructural que hoy sacude violentamente las economías desarrolladas mientras que, por esas locas circunstancias de la historia, en el sur de América algunos países, que conocieron demasiado de cerca el rostro horroroso del capitalismo neoliberal, iniciaron proyectos alternativos que hoy nos colocan en una situación mucho más favorable que la de aquellos países siempre tomados como ejemplos a imitar por los ideólogos del sistema.

Quién no recuerda las interminables colas ante las embajadas extranjeras mientras todo se desplomaba y la convertibilidad ofrecía su verdadero rostro. Cómo olvidar las infinitas conversaciones en las que de lo único que se hablaba era de encontrar algún lejano antepasado de sangre europea que nos abriese las puertas mágicas de esas ciudadanías tan envidiadas. España o Italia eran los destinos anhelados, la meca de la salvación, esos territorios de los que habían sido expulsados o habían huido nuestros abuelos buscando en la lejana Sudamérica lo que sus lugares de nacimiento les negaban (pero también podía ser Estados Unidos o Canadá, Australia o Israel o cualquier otro país por más lejano y extraño que pudiera parecer con tal de salir de una Argentina incendiada, de un país que resultaba invivible y al que, pese a todo, se añoraría en el mismo instante de poner un pie en el nuevo destino).

Sus nietos, cuando concluyó la ficción menemista y cuando estalló en mil pedazos la absurda postergación del modelo neoliberal por parte de la Alianza, olvidaron rápidamente las desdichas de sus mayores, los relatos del hambre o de las persecuciones, para imaginar un mundo desarrollado que los recibiría con las manos abiertas. Creyeron que, al conseguir el pasaporte tan esperado, lograrían abandonar para siempre las pesadillas de un país equivocado, ese al que habían llegado por un infortunado error los abuelos y al que era imprescindible abandonar lo más rápido que se pudiera.

Los que no tuvieron la fortuna de ser portadores de los pasaportes de la felicidad se lanzaron igual a la aventura de los millones de indocumentados con los que se encontrarían al llegar a sus destinos. Todos, los descendientes afortunados y los desafortunados, terminarían siendo simplemente "sudacas". Pero no importaba, habían logrado traspasar las fronteras del Primer Mundo y estaban dispuestos a trabajar de cualquier cosa, incluso de aquello de lo que nunca hubieran estado dispuestos a hacer en su país.

Lo que no pudieron imaginar era que la soñada Europa se precipitaría hacia el mismo abismo al que nos precipitamos en el 2001. No pudieron prever que la peste neoliberal se ensañaría con los eslabones más débiles de la floreciente Europa y menos hubieran imaginado que las respuestas a la crisis serían un calco espantoso de lo que ya se había desplegado en la Argentina, pero al que se le agregaría esa dosis de racismo y xenofobia a la que son tan adictos muchos de los ciudadanos del mundo rico y desarrollado (como si estuvieran dentro de una película de horror descubrirían que ellos, los inmigrantes, incluso los que tenían sus papeles en orden, eran mal vistos y responsabilizados por el aumento de la desocupación).

Como un déja vu comprendieron que los paraísos no existen, que las imágenes de los griegos saliendo a las calles para protestar contra las políticas de ajuste impuestas por la Comunidad Europea para "rescatar" a su país del hundimiento, eran un calco ominoso de lo vivido años atrás en América latina. Escucharon, sin poder creerlo, al primer ministro griego anunciando que la única posibilidad de evitar la catástrofe no era otra que aquello mismo que había implementado el gobierno de De la Rúa bajo la inspiración del inefable Cavallo: reducción de salarios y de jubilaciones, ajuste fiscal, aumento de impuestos y leyes de flexibilización laboral. Y, como entre nosotros, los responsables del daño serían los únicos beneficiados. Mientras que los salarios sufrirían el ajuste, los bancos recibirían miles de millones para cubrir sus especulaciones fraudulentas.

Como si no fuese posible aprender de la historia, como si las experiencias recientes, y todavía frescas, de un país hundiéndose por seguir a rajatablas las recomendaciones del FMI y de todos los organismos internacionales, carecieran de toda significación a la hora de repetir los mismos errores y de aceptar las imposiciones de un modelo económico que no ha hecho otra cosa, en las últimas décadas, que ensanchar la brecha entre ricos y pobres al mismo tiempo que desplegaba toda la batería del capitalismo especulativo.

El discurso patético del "socialista" Zapatero anunciando el plan de ajuste con el que espera estabilizar la economía española es una muestra de la bancarrota ideológica de la socialdemocracia europea, pero es también la evidencia de una ingenuidad suicida: haga lo que haga Zapatero, ajuste lo que ajuste, el destino electoral ya está sellado de antemano porque será la derecha quien herede el poder después de que los supuestos progresistas acaben de realizar el trabajo sucio; de la misma manera que lo hicieron en la década del ‘80 cuando se convirtieron en funcionales a la implementación del modelo neoliberal.

Mientras tanto, ya son muchos los compatriotas que han elegido regresar al país, y lo hacen en un momento en el que la economía argentina se va alejando de aquella matriz que produjo nuestra catástrofe y ahora está acelerando la de algunos países europeos. Desde el 2003 las decisiones, primero de Kirchner, y ahora de Cristina Fernández, van en una dirección contraria a la de los ideólogos del libre mercado, de la globalización inequitativa y asimétrica, para buscar, como se viene haciendo, la reconstrucción del mercado interno, del trabajo y del salario.

Los pasos dados son importantes y han generado grandes resistencias entre los grupos de poder, esos mismos que se beneficiaron con la hiperinflación que se llevó puesto al gobierno de Alfonsín, que luego acumularon riquezas en los ‘90 menemistas y que se reconvirtieron rápidamente para volver a beneficiarse con la crisis terminal del 2001. Tal vez por eso es muy importante jugar en espejo recordando de dónde venimos y hacia dónde podemos regresar si les seguimos creyendo a los gurúes del establishment económico, esos mismos que vuelven a hacer de las suyas en Grecia y en España.

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