lunes, 29 de marzo de 2010

Tamos todos locos!

Entiendo que el tiempo es oro, y que la vida puede cambiar en un segundo. Pero que la misma noticia cambie en menos de una hora....naaaaaaaaaa...
Aplausos para el que dijo que todo depende del cristal con que se lo mire.

Crítica de la Argentina

FUROR POR LAS COMPRAS
18:21 Shoppings: las ventas subieron 26% en febrero
El dato es del INDEC y es en relación al mismo mes de 2009. Respecto a enero de 2010, aumentaron un 2,4%. Más inversiones en el sector.


Clarín

La facturación de los shoppings cayó un 10 por ciento en febrero
19:17Aunque las ventas aumentaron un 25,9 por ciento en relacion a febrero de 2009, se produjo esa caída en los ingresos en pesos respecto del mes anterior. Más información en iEco.

sábado, 27 de marzo de 2010

Las Musas y la memoria

La memoria es la madre de las artes y de las ciencias. Así lo entendían los griegos, representándolo, como todas sus verdades, con el mito etiológico y teogónico de que Mnemósine era la madre de las nueve Musas, protectoras de las diversas téchnai, esto es, todo lo producido por el ser humano y no por la naturaleza. Aunque no toda producción humana: no hay una Musa protectora de la arquitectura, por ejemplo, ni del comercio. Al parecer, el ámbito de protección de las Musas se aparta de lo meramente pragmático y se relaciona más bien con la producción intelectual y espiritual de los hombres. Así, Calíope es la protectora de la poesía épica, Clío cultiva la historia, Polimnia inspira los cantos sagrados y a los mimos, Euterpe protege a los músicos, Terpsícore se extasía con el canto y la danza, Erato se inclina por la poesía lírica, Melpómene porta el puñal trágico, Talía festeja la risa de las comedias, y Urania invita a alzar la vista al cielo para estudiar los secretos de los astros.

En efecto, cada una de las artes y las ciencias representadas por las nueve Musas exige un trabajo mental relacionado con la memoria. Tal vez para nosotros, herederos del Romanticismo, resulte una idea extraña, y hasta un tanto chocante, el hecho de considerar a la poesía, por ejemplo, como un producto de la memoria. Pero para una cultura en la que el soporte gráfico era costoso y no a todos accesible, el ejercicio de la memoria se vuelve imprescindible para perpetuar las producciones artísticas con la mayor fidelidad posible. Gracias a la memoria, los poemas de Homero se transmitieron durante siglos antes de ser llevados a la escritura y así, finalmente, poder llegar hasta nosotros.

Por lo que respecta a una ciencia como la astronomía, custodiada por Urania, algo similar puede decirse. Las conclusiones que pudieran obtenerse de la observación paciente de los astros sólo pueden lograrse recordando detalladamente el momento del movimiento de los cuerpos celestes y las fórmulas matemáticas apropiadas para cada fenómeno. Cultivar el recurso cognitivo de la memoria era imprescindible para el avance de una ciencia que requiere de largos tiempos de contemplación, a veces de una generación a otra.

Ahora bien, respecto del campo de protección de Clío, no podríamos decir tan fácilmente que la memoria se relaciona con una técnica específica y estratégica en la cual se basa, como ocurre con cada uno de los ámbitos cultivados por sus hermanas. Sobre todo considerando que, en aquella época, lo que se denominaba historia era bien diferente de la rigurosidad epistemológica que envuelve la disciplina en la actualidad, con una distinción bien clara entre hecho histórico e historiografía, y con unos métodos específicos de investigación y producción científica. Para los hombres que invocaban a Clío, historia era una palabra que ya existía antes de que esos hombres se dedicaran a la Historia, y esa palabra significaba ‘informe, noticia, relato, narración de un hecho’. Lo más cercano a un método para recopilar informaciones para ese relato era la escucha de testimonios y la reproducción fiel del mismo. Sin duda que, para lograr tal fidelidad, se requiere de una buena memoria. Pero el papel de la memoria en el relato histórico parece ir más allá.

El nombre mismo de Clío puede resultar la clave para comprender ese papel. Clío significa ‘hacer famoso’, ‘divulgar’. En efecto, en las representaciones icónicas que pueden encontrarse de Clío, suele aparecer con rollos de papiros y con una trompeta, además de la gloriosa y grave corona de laureles sobre su nívea frente. Es decir que su función no es la mera recopilación de crónicas, utilizando un método sin duda memorístico, sino además, y sobre todo, su anuncio a los cuatro vientos. Y su objetivo no es otro que conservar esos informes, noticias, relatos y narraciones, es decir, la Historia, en la memoria de los hombres. La memoria, pues, no es sólo un método: es la finalidad de la tarea de Clío.

Tal vez por ello es que, a diferencia de sus hermanas, el honor de portar la láurea diadema se le haya concedido sólo a ella. Tal vez su madre misma así lo haya dispuesto, por ser ella la única de sus hijas que eleva su nombre como el valor más precioso, el derecho más inalienable y la obligación más severa para los hombres. Tal vez, de las nueve hijas, Clío sea la preferida de Mnemósine.

jueves, 25 de marzo de 2010

Mordisquito II

¿Vos la querés seguir? Y bueno… , vamos a seguirla,
pero dejáme antes aclarar una posición. Yo no discuto
porque crea que tengo toda la razón del mundo. Al contrario,
discuto porque creo que vos no tenés ninguna.
Protestás porque te parece que es elegante. Lo hacés
como una actitud. «Son criterios», decís. Y digo yo: ¿no
será falta de criterio, en vez? Hay personajes que consideran
que una actitud elegante en la vida es la de estar
con un codo apoyado en el mostrador. Otros, sosteniendo
el marco de la puerta, en los zaguanes de las casas.
Hay también señoras que creen que la que no tiene por
lo menos un complejo no es de buena posición. ¡Y bueno!
A vos se te repujó en la cabeza la idea de que la posición
fundamental es negar, desconocer, decir que no. Te
parece que eso da mucha importancia. Que te regala la
apariencia de un hombre que tiene ideas, cuando la verdad
es que negás porque, en realidad, no tenés ninguna
idea. La del hombre aquel que entraba siempre en las
reuniones diciendo: «No sé de qué se trata, ¡pero me
opongo lo mismo!» ¡Pero, no! ¡A mí no me la vas a contar!
Vos negás, protestás, con la misma injusticia del que
arma un escándalo en su casa porque «le perdieron» la
llave del escritorio. Resulta que después de promover
la batahola, cuando ya todo está cabeza abajo y en la mitad
del tobogán, la llave del escritorio aparece en la botamanga
de su propio pantalón. Entonces, como ya no
podría justificar todos los gritos en contra, con tal de
no hacer el papelón, esconde la llave en el bolsillo y sigue
protestando para mantener una actitud. Igualito que
vos. Escondés, tu conciencia frente a la realidad de los
hechos y seguís soplando contra el ventilador para no
reconocer que la erraste. Y lo peor es que, queriendo
sostener esa pirueta tuya —de resentido—, inventás argumentos
de manteca. Sí, argumentos que se derriten a la
luz de la evidencia más chiquita. Te molesta —¡lógico!—
esa felicidad preciosa de la gente que cree en lo que ve.
Vos seguís buscando vanamente el pelo en la sopa. Y
pretendés haberlo encontrado con frasecitas definitivas
como estas de: «Ahora uno llama a un electricista y, para
colocar un enchufe miserable, te cobra quince pesos. ¡Yo
no sé adónde vamos a parar!» A ningún lado. ¿Por qué?
Si ahí está tu error. Es que ese enchufe miserable, como
era miserable la situación de ese electricista, ya no lo
son. No hay nada miserable ya. Todo ha adquirido dignidad.
Ésta es la tremenda transformación que se ha operado
y que vos, con la llavecita escondida en la botamanga
del pantalón, seguís negando y desconociendo.
Se ha dado dignidad a la gente. Todo el que trabaja es
considerado dignamente. Y el que ya no puede trabajar
se ha ganado una protección digna. Y es digna la criatura
que todavía no trabaja, porque algún día ocupará
su lugar de combate en la conquista del progreso común.
Pero vos protestas porque te cobran quince pesos
por colocar un enchufe. ¡Claro! ¡La conquista de la dignidad
humana no cuenta para nada para vos! Para vos,
lo único importante son los quince pesos del enchufe.
Pero, decíme: vos, además de protestar, ¿trabajás en algo?
¿Sí? ¿No te das cuenta de que esa conquista admirable
de la dignidad te alcanza a vos también y que todo se
ha equilibrado sobre la marcha misma? ¿O no trabajás
porque sos alabardero del rey y aquí rey no hay? ¡Únicamente
así se entendería! Porque no me vas a contar
que aquí falta trabajo. Ahora… No… ¡Ah!… Creía…
Pero protestás sin advertir que lo único imperdonable
es tu protesta. Y entonces, ¿de qué protestás? Mirá,
«vamo a dejarla», como decía un reo. ¿Sí? Vamos a dejarla.
Porque yo te respeto, pero a mí, ¡a mi no me la vas
a contar!

martes, 23 de marzo de 2010

NUNCA MÁS

Diálogo matinal, con una ignota, en circunstancias sociales, i.e. charla de café en medio del recreo:

-No hay que hablar si no se sabe, mucha gente opina sin saber...
-Tal cual...
-Por ejemplo, lo de los militares y los subversivos (sic), hubo parte de los dos lados...
Pausa. Respiro. Respondo.
-Como bien dijiste, no hay que hablar sin saber....

El 24 de marzo, una pileta y el retorno de lo impúdico
por Ricardo Forster


Lo reprimido suele regresar de diversos y encontrados modos. A veces lo hace con virulencia y asumiendo la forma de la horadación de la legitimidad democrática. Otras se manifiesta a través de los improperios de algunos antiguos torturadores y asesinos que, mientras son juzgados por sus crímenes contra la humanidad, se permiten reivindicar sus acciones y acusar de autoritario e ilegítimo al Gobierno nacional. De vez en cuando lo hace a través de algún político prominente, como en este caso un ex presidente que se fue del gobierno en el 2003, proponiendo una sociedad en la que puedan convivir sin dificultades y en armonía aquellos que reivindican a Videla con aquellos que lo rechazan haciéndose “ingenuamente” eco de los innumerables pedidos de reconciliación propuestos por la jerarquía de la Iglesia Católica.

En otros casos mucho más pedestres, pero no por eso menos significativos, la mirada reaccionaria y brutal, en especial cuando se acerca un nuevo aniversario del 24 de marzo de 1976 –fecha signada en el almanaque argentino por el despliegue de la noche del horror–, suele provenir de personas comunes, de esas que pueblan las calles de nuestras ciudades y que algunos movileros de importantes canales de televisión o de radios suelen nombrar como “vecinos y vecinas” en contraposición con aquellos otros que vienen desde los suburbios oscuros de las barriadas populares conducidos por la lógica clientelística y piquetera.

Comentarios que se lanzan a bocajarro buscando la complicidad de quien está cerca, frases lapidarias que buscan cebarse con la memoria de los asesinados y que exculpan a los perros de la noche en nombre, vaya paradoja, de la República hoy amenazada por los “montoneros que nos gobiernan tiránicamente”. Desde algunas columnas escritas por “prestigiosos periodistas” del diario de los Mitre suele fogonearse con palabras más sutiles la proliferación de estas miradas arrasadoras y pueriles, de esas que nos recuerdan las formas más reaccionarias del medio pelo nacional.

No es casual que la proximidad de un nuevo aniversario desate lo reprimido, aquello que no se podía decir en voz alta pero que hoy, gracias a ciertos giros del sentido común, volvemos a escuchar de manera desembozada como sabiéndose protegidos por la caída de una prohibición. Escuchar, como me ocurrió hoy a mí mientras nadaba tranquilamente en una pileta de un club de Buenos Aires, a un grupo de hombres y mujeres que a la par que hacían sus ejercicios se dedicaban a expresar sin rubores ni impudicias que estábamos viviendo una suerte de “dictadura justificada por el voto de la negrada”; de un gobierno de “comunistas y montoneros” que se dedicaban a enriquecerse mientras destrozaban la economía de la gente.

Frases que se acompañaban con el recuerdo de esos “guerrilleros de café que se fueron a vivir exilios dorados en París”, porque, eso decían, “una cosa son los que murieron con las armas en la mano, ésos al menos fueron consecuentes, y otra son los que sobrevivieron y hoy están de vuelta”. Frases brutales que se exaltaban entre sí denostando a quienes habían decretado que el 24 de marzo debía ser una fecha para recordar el horror y para seguir dándole un lugar destacado y central a la memoria y contra cualquier forma de autoritarismo antidemocrático.

Esos “ingenuos” habitués de un club de clase media en el que hacen sus ejercicios no dejaron de visitar ninguno de los lugares comunes de la retórica canalla que hoy parece proliferar en ciertos ambientes. Todo se entremezclaba: la “comparación” entre la época de los militares y la nuestra (con amplio margen favorable para la primera); el recurrente y patológico argumento, que ya parecía olvidado, de que muchos de los desaparecidos en realidad se habían ido a disfrutar de una vida regalada fuera del país mientras dejaban que a “los giles” los cazaran los militares.

La afirmación de estar gobernados por quienes fueron derrotados y que hoy vuelven por la revancha mientras intentan implementar entre nosotros una suerte de “comunismo a la venezolana”. Y todo asociado, claro, a una “corrupción insoportable” y a la “soberbia de esa mujer” que no deja que vivamos en paz. Relatos del infierno que demostraban que era justa la nostalgia de “aquellos años en los que había seguridad y reinaba el orden”.

No crea el lector que me estoy inventado alguna de estas sentencias ni que estoy exagerando. Escucharlas resultaba dañino para quien no tenía otro objetivo que distender un poco el ánimo haciendo una saludable rutina en la pileta de natación. Frases oscuras, insidiosas e impúdicas que se decían sin siquiera tomarse el cuidado de no herir alguna susceptibilidad, como imaginando que todos los que estábamos en ese ambiente compartíamos la misma mirada reaccionaria. Algo así como suponer que la totalidad de la clase media es antikirchnerista y que por lo tanto disparar alguna palabra salvaje y criminal contra “el matrimonio presidencial” resulta siempre oportuno y ocurrente entre “gente como uno”.

Me sorprendió gratamente que un nadador joven que estaba compartiendo conmigo el carril se indignara ante tanta canallada. No dejó de inquietarme la constatación de una cierta impunidad capaz de decir lo que en general se solía decir en voz baja pero que ahora se pronunciaba sin pudor para que cualquiera lo escuchara. Como si algo oscuro y viscoso se hubiera liberado entre aquellos que hasta ahora habían permanecido callados o guardando sus opiniones.

El 24 de marzo es una fecha cargada de hondas significaciones; su presencia nos devuelve el mapa del horror al mismo tiempo que nos recuerda, también, las tramas de la complicidad. Su presencia entre no­sotros remueve las heridas de una sociedad que no ha logrado salir de sus malignas irradiaciones, pero también viene a poner de manifiesto que es absolutamente imprescindible sostener la relevancia clave y fundamental de la memoria vigilante, esa que no sólo se ocupa de mantener el recuerdo de lo acontecido sino que se ofrece como parte de la búsqueda, en la actualidad, de una sociedad capaz de superar su propia noche, esa que sigue habitando el habla de muchos “vecinos y vecinas” que, en los años horribles de la dictadura, pronunciaban aquellas frases ominosas y cómplices: “Por algo se los llevaron”, “Algo habrán hecho”.

Prestarle atención al retorno de lo reprimido supone estar alertas ante la naturalización de ideas y opiniones que buscan multiplicar las nuevas formas de la complicidad, esas mismas que encuentran una correlación entre la autoexaltación que los represores juzgados hacen de sus felonías criminales y cobardes y la que, desde una cierta ingenuidad, podemos escuchar una mañana de lunes en un club de Buenos Aires mientras intentamos hacer un poco de ejercicio.

jueves, 18 de marzo de 2010

Ah, no hay té de Ceilán!

Para los que aún no han tenido el gusto de leerlo (porque lamentablemente los audios no se conservan, debido no a causas eficientes sino a eficientes complementos agentes), les presento a Mordisquito. El ciclo radial que Discépolo (sí, el gran, el único) ofreció allá por el '51.

Primer Ciclo. 2.


Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa
todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago
a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas
acostumbrado a saber que tu patria era la factoría
de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de
una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias
por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa
en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado.
¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué
me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes
no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás.
¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán!
Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche
sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno,
ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta.
¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir
sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido,
pero ahora me planteás un problema de Estado porque
no hay té de Ceilán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora
los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos,
ahora el gas es tuyo, pero…, ¡no hay té de Ceilán! Para
entrar en un movimiento de recuperación como este al
que estamos asistiendo, han tenido que cambiar de sitio muchas cosas
y muchas ideas; algunas, monumentales;
otras, llenas de amor o de ingenio; ¡todas asombrosas!
El país empezó a caminar de otra manera, sin que lo
metieran en el andador o lo llevasen atado de una cuerda;
el país se estructuró durante la marcha misma; ¡el país
remueve sus cimientos y rehace su historia!
Pero, claro, vos estás preocupado, y yo lo comprendo:
porque no hay té de Ceilán. ¡Ah… ni queso!
¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir a
mí que no es un problema? Antes no había nada de
nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez,
y vos no decías ni medio; vos no protestabas nunca, vos
te conformabas con una vida de araña. Ahora ganás bien;
ahora están protegidos vos y tus hijos y tus padres. Sí;
pero tenés razón: ¡no hay queso! Hay miles de escuelas
nuevas, hogares de tránsito, millones y millones para
comprar la sonrisa de los pobres; sí, pero, claro, ¡no hay
queso! Tenés el aeropuerto, pero no tenés queso. Sería
un problema para que se preocupase la vaca y no vos,
pero te preocupás vos. Mirá, la tuya es la preocupación
del resentido que no puede perdonarle la patriada a los
salvadores.
Para alcanzar lo que se está alcanzando hubo que
resistir y que vencer las más crueles penitencias del
extranjero y los más ingratos sabotajes a este momento
de lucha y de felicidad. Porque vos estás ganando una
guerra. Y la estás ganando mientras vas al cine, comés
cuatro veces al día y sentís el ruido alegre y rendidor que
hace el metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera
vez que la guerra la hacen cincuenta personas mientras
dieciséis millones duermen tranquilas porque tienen
trabajo y encuentran respeto. Cuando las colas se formaban
no para tomar un ómnibus o comprar un pollo
o depositar en la caja de ahorro, como ahora,
sino para pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella
vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia
de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías
pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un
pelo, no. Es ahora cuando te parás a mirar el desfile de
tus hermanos que se ríen, que están contentos… pero eso
no te alegra porque, para que ellos alcanzaran esa felicidad,
¡ha sido necesario que escasease el queso! No
importa que tu patria haya tenido problemas de gigantes,
y que esos problemas los hayan resuelto personas.
Vos seguís con el problema chiquito, vos seguís buscándole
la hipotenusa al teorema de la cucaracha, ¡vos, el
mismo que está preocupado porque no puede tomar té
de Ceilán! Y durante toda tu vida tomaste mate! ¿Y a
quién se la querás contar? ¿A mí, que tengo esta memoria
de elefante?
¡No, a mí no me la vas a contar!

domingo, 7 de marzo de 2010

Columna Estival IV: América latina o el origen...

"De aquí su frase: “La religión es el opio de los pueblos”. De aquí que escriba un texto tan impecable como transparente: “La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su verdadera felicidad (...). Porque al perder la felicidad ilusoria el hombre siente la exigencia de una felicidad verdadera, y entonces lucha, para adquirirla, contra los obstáculos que se le oponen” (Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel). Del feudalismo no podía surgir nada. Los feudos no se comunicaban entre ellos. No comerciaban entre ellos. Eran autosuficientes. El espíritu de la burguesía, por el contrario, es el comercio, porque su fruto más perfecto es la mercancía –con cuyo estudio Marx da inicio a El Capital–, y las mercancías deben intercambiarse. Para hacerlo, el mundo tiene que abrirse. Ir más allá de las tierras del Señor feudal".



América latina o el origen

Por José Pablo Feinmann


En el continente que habitamos empezó todo. Sin él, no digamos que no habría nada, pero seamos prudentes: no podemos decir qué habría. Lo que hubo, lo que hay y lo que, presumiblemente, seguirá existiendo durante todavía una relevante temporalidad (quebrada, no continua, contingente, no teleológica, acaso apocalíptica, pero aún capaz de teñir con sus matices infinitos la historia de los hombres) es el despliegue de eso que la burguesía inició con el llamado descubrimiento de América. Que lo fue, para ellos. Europa descubre América para que América deje de ser lo que era y empiece a ser lo que Europa necesita que sea: un botín infinito. La burguesía es una clase esencialmente expansiva. Arquitectónicamente lo que la define es la ciudad. No el campo. El campo es lo feudal. La burguesía viene a destruir al feudalismo y una de sus más grandes construcciones-símbolo para hacerlo es la ciudad. ¿Qué expresa en su música nerviosa y lírica, pero pujante, arrolladora el más grande músico del imperialismo norteamericano? La ciudad. Gershwin le cantó a New York porque le cantaba a la vitalidad del capitalismo. Luego de la Rhapsody in Blue –en cuyo inicio hay diecisiete notas, terribles de tocar, en las que un clarinete parte en busca de la altura de los rascacielos– compone un Concierto para piano. Quiere llamarlo New York Concerto. Walter Damrosh, director de la New York Symphony Orchestra, le pide un título más académico. En 1932, compone otra rapsodia. Insiste en llamarla Manhattan Rhapsody. Tampoco impone su criterio. Finalmente se la titula Second Rhapsody for Orchestra with Piano, bien académico. Aquí, en la Argentina, tuvimos a Piazzolla. También lo tuvo claro: el tango de la modernidad debía ser el tango de la locura ciudadana, de su nervio, su vértigo. En tanto Ginastera y todos los demás “serios” insistían con las reminiscencias folklóricas, Astor compuso, por ejemplo, esa pequeña obra maestra de la neurosis ciudadana que es la Muerte del Angel. (Es cierto, nobleza obliga, que el malambo ginasteriano de las Tres Danzas Argentinas tiene tanto Strawinsky y tanto Bartok que da por resultado un malambo taconeado en Talcahuano y Corrientes a las 7 de la tarde.) ¿Por qué la ciudad? Simple: el pasaje del feudo al burgo es el pasaje del campo a la ciudad, el pasaje del feudalismo al capitalismo. El feudo vive encerrado en sí, vuelto hacia sí, hacia su interioridad. La totalidad del feudo es propiedad de Uno: el Señor feudal, el Señor del feudo. El que tiene en sí el poder de cederle a otros tierras de su feudo. Quienes las reciben son los siervos. El siervo es el esclavo del señor. La figura más perfecta del siervo es el siervo de la gleba. Este siervo está unido a la tierra, es parte de ella. Tanto, que si el Señor (escribimos Señor con mayúscula para trasmitir, desde el lenguaje, la visión que el siervo tiene de él: algo mayúsculo, grande, incuestionable; por eso siervo va con minúscula, porque es así como lo ve el Señor: infinitamente minúsculo, así como, también, constituido desde la mirada del Amo, se siente el siervo) cede su tierra a otro, en esa cesión está comprendido el siervo, que, de este modo, pasa a tener un nuevo Señor. El siervo –al recibir la gracia de la tierra que el Señor le concede– se obliga a entregarle su vasallaje durante toda su vida; él y sus descendientes. El Señor feudal, cuando el siervo contrae matrimonio, tiene el llamado Derecho de pernada. Según algunos significa que el Señor debe apoyar una de sus piernas sobre el lecho del matrimonio para que puedan realizarlo. Según otros el Derecho de pernada era más humillante, marcaba el poder del Señor feudal como pocos. Si la joven que contraía matrimonio era del agrado del Señor feudal, debía pasar con él su primera noche (Mozart, por ejemplo, en basándose en la obra de Beaumarchais, lo transforma en uno de los temas centrales de su ópera Le Nozze di Figaro, de 1786). Todo esto era santificado por la Iglesia, que convencía a los esclavos de que su paso por la tierra no tenía por qué ser agradable (el valle de lágrimas), que Dios había depositado en el Señor feudal el poder que éste detentaba, que someterse a ese poder era obedecer la voluntad divina y que los sufrimientos de esta vida serían recompensados en otra. Esa otra vida era el Reino de Dios. O el Reino de los Cielos. De aquí que un muy joven Marx, influido aún por Feuerbach (La esencia del cristianismo), se torne pasionalmente crítico contra todo ese orden de humillaciones. De aquí su frase: “La religión es el opio de los pueblos”. De aquí que escriba un texto tan impecable como transparente: “La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su verdadera felicidad (...). Porque al perder la felicidad ilusoria el hombre siente la exigencia de una felicidad verdadera, y entonces lucha, para adquirirla, contra los obstáculos que se le oponen” (Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel). Del feudalismo no podía surgir nada. Los feudos no se comunicaban entre ellos. No comerciaban entre ellos. Eran autosuficientes. El espíritu de la burguesía, por el contrario, es el comercio, porque su fruto más perfecto es la mercancía –con cuyo estudio Marx da inicio a El Capital–, y las mercancías deben intercambiarse. Para hacerlo, el mundo tiene que abrirse. Ir más allá de las tierras del Señor feudal.

La palabra burgo ha terminado por lograr su sentido más estricto. Algunos todavía la aplican al castillo del Señor feudal y la exigua vida que en torno a él se desarrollaba. No, el burgo ya es o ya casi es la ciudad. Los burgos se abren a los otros burgos. Hay vida entre los burgos. El burgo no se cierra, no se torna sobre sí, no se aísla, no se autoabastece. El burgo comercia con los otros burgos. Paulatinamente dejará de tener esclavos y tendrá hombres libres que trabajan para otros por un salario. Célebremente, muchos verán en esto la nueva forma de la esclavitud. La esclavitud de los burgos. Que pasará a ser la esclavitud de la burguesía. Y, por fin, la esclavitud de la era de la burguesía capitalista.

Ahora bien, esta condición de apertura que define al burgo, esta necesidad interna de su condición de entrar en contacto con otros burgos para negociar sus mercancías lo lleva a una lógica de la expansión. Ya el burgo es expansionista, espíritu que definirá a la burguesía. Ahí, en ese germen, ya lo encontramos, ya encontramos ese espíritu de ir más allá de sí. De no ser en sí, sino ser en tanto búsqueda de mercados nuevos. O sea, ser para otros. Necesitar de los otros para seguir siendo lo que es. Un burgo que no comercia, muere. O se retrotrae a la lógica del feudo, que es lo mismo. El burgo se expande o para comerciar (buscar mercados donde ubicar su producción) o para apoderarse de materias primas (que le permitirán llevar a cabo esa producción).

La palabra se ha puesto de moda hará unos veinte años, pero siempre estuvo presente en el espíritu de la burguesía. Al ser la esencia del burgo la de ir más allá de sí, la burguesía se define, desde su inicio, como una empresa de globalización, de expansión, de búsqueda de mercados para introducir sus mercancías o para apropiarse de materias primas a bajo precio o a ninguno. Al ser el errático viaje hacia las Indias la gran epopeya de la expansión de la burguesía, se transforma en el punto en que se unen, en que se ligan poderosamente, todas sus características iniciales. La burguesía se abre al mundo, necesita un “mundo”, un sistema-mundo. El capitalismo –en un mismo surgimiento– descubre América y se descubre a sí mismo. Su espíritu es ése: el de la globalización, el de la conquista de mercados, el de las conquista de esos mercados para abastecer sus medios de producción, lo que éstos le reclamen. Donde esté lo que se requiera para que la producción no se detenga y avance en la historia, ahí estará. Donde esté la riqueza que necesita para aumentar su poder y dominar a los hombres y a la naturaleza, ahí estará. Europa –encarnada en la figura transitoria de Colón y la España monárquica– invade América por motivos no sólo similares sino esenciales al modo de producción que uno inicia y el otro (Estados Unidos, hoy, en Irak) mantiene vivo. Ha pasado mucho tiempo entre una y otra empresa. Han cambiado muchas cosas. Pero no eso que hemos llamado lo esencial, que por darle una definición clásica y rápida es lo que hace que una cosa sea lo que es: el capitalismo es expansionista, este expansionismo tendrá distintos nombres (colonialismo, imperialismo, subimperialismo, colonialismo interno, etc.) y hoy lleva el de globalización –que también someteremos a análisis, lo más severamente posible–, ese expansionismo alimenta un espíritu de conquista, que implica un espíritu bélico, una industria bélica y un aparato comunicacional bélico. Hoy estamos lejos de los burgos, pero no de su espíritu. Por el contrario, de los feudos estamos tan lejos como se puede estar de algo definitivamente muerto, enterrado por un sistema de vitalidad arrolladora y brutal, que aún perdura y se obstina (con notable suceso) en perdurar.

sábado, 6 de marzo de 2010

Lo bueno y lo bello

"No puede haber ninguna regla de gusto objetiva que determine por conceptos lo que sea bello, puesto que todo juicio de esta fuente es estético, es decir, que su motivo determinante es el sentimiento del sujeto y no un concepto del objeto". No hay ciencia sino crítica de lo bello. La sensación sensorial es incomunicable. La comunicación viene de lo común (u ordinario) a todos". I. Kant



EL experimento

Por Adrián Paenza


El 12 de enero del año 2007, un joven vestido con una remera de mangas largas, jeans y usando una gorra con los colores de un equipo de béisbol de los Estados Unidos llegó a una estación de subte de la ciudad de Washington. Bajó algunos escalones y se ubicó al lado de un tacho de basura. Llevaba una caja pequeña. La abrió y sacó de ella un violín.

Apoyó la caja en el piso. Tiró él mismo algunas monedas y unos pocos billetes para usarlos como “invitación” a los transeúntes. Sopló un poco su instrumento para sacarle el polvo y se dispuso a... “tocar el violín”. Era viernes, alrededor de las 8 de la mañana. La estación hervía de gente, apurada por llegar a sus trabajos.

El joven ejecutó seis obras de música clásica. En total, de acuerdo con los que “monitoreaban” la situación, en casi 43 minutos pasaron por el lugar 1097 personas.

La elección de la estación no fue casual. Su ubicación podría haber sido el equivalente de nuestras Florida y Corrientes o Perú y Avenida de Mayo. La mayoría de los pasajeros era de clase media, empleados bancarios o que trabajaban en el medio de la city.

Cada uno de los transeúntes, como les habrá pasado alguna vez a usted y a mí, tuvo que tomar algunas decisiones:

* ¿me paro y escucho?

* ¿tiro algunas monedas?

* ¿camino rápido con la idea de evitar la culpa?

* ¿ignoro todo absorbido en mi propio mundo?

* ¿si la música es buena... dejo algún dinero?

* ¿y si es mala, cambia en algo mi determinación?

* ¿me tomo algún tiempo para disfrutar de la belleza?

* ¿me muestro fastidiado, condescendiente, abrumado?

* ¿o no muestro nada?

La lista de preguntas podría seguir. Usted agregue las suyas.

Mientras tanto, yo sigo. Lo que figura acá arriba es una adaptación mía de un artículo de Gene Weingarten que salió publicado el 8 de abril del año 2007 en The Washington Post. Pero hasta acá, ¿qué tendría de “distinto”? ¿Por qué habría de llamar tanto la atención que haya un señor tocando un violín en una estación de subte? ¿No es acaso el paisaje con el que tropezamos desde siempre o, mejor dicho, desde que se inventaron los subtes?

No. En este caso, hay una diferencia. El muchacho de jeans y remera de manga larga era Joshua Bell. Quizás a usted ese nombre no le diga nada. En todo caso, si le importa, a mí tampoco me decía nada (lo cual demuestra cuán alejados estamos, usted y yo, de tener cultura musical).

Pero Bell era, ya en ese momento –hace tres años–, uno de los mejores violinistas del mundo. No sólo eso: las seis piezas que eligió son de las más difíciles de ejecutar aun para los más expertos. Como dice Weingarten, el autor del artículo que salió en el diario norteamericano, “muchos lo intentaron, pero sin éxito”.

Aún hay más: el violín que usó Bell fue un Stradivarius cuyo valor está estimado en tres millones y medio de dólares. Sí, como leyó: tres millones y medio de dólares.

Aquí me veo ya en la obligación de invitarlo a participar de EL experimento. La idea surgió en la redacción del Washington Post. Consistía en testear la reacción de la gente frente a algo descomunalmente bello, pero “fuera de contexto”, para tratar de entender la percepción y prioridades que tenemos. Es decir, ¿puede uno decir que frente a una situación de ese tipo reaccionaría deteniéndose y valorando lo que se le ofrece gratuitamente?

Joshua Bell nació en Bloomington, Indiana. Fue en diciembre de 1967. Y desde muy niño –como suele suceder en estos casos– se destacó como alguien diferente... al menos para tocar al violín. Pero el experimento del Washington Post los trasciende a todos: a Bell, a Stradivarius, a Bach y a todos los humanos involucrados en la puesta en escena. En todo caso, nos expone tal como somos.

Bell no eligió música conocida que fuera atrapante por lo conocida. Venía de tocar en Boston, llenando el equivalente de nuestro Teatro Colón, con entradas que costaban por lo menos 100 dólares. Es decir, el público que por allí pasó, esas más de mil personas, tuvieron oportunidad de escuchar la mejor música del género, ejecutada por uno de los mejores exponentes humanos para hacerlo y con uno de los instrumentos más valiosos que existen sobre la Tierra.

Usted ¿qué cree que pasó? ¿Qué supone que hizo esa muestra de la sociedad que salía de esa estación? Eran personas como usted o como yo. ¿Se podrá extrapolar y pensar que lo que sucedió allí es lo que pasaría en cualquier estación de subte del mundo? ¿Qué hubiera hecho usted?

No me lo diga a mí (igualmente no podría escucharlo), pero piénselo con franqueza y fíjese en cómo reaccionó cada vez que se enfrentó con una situación de ese tipo (alguien tocando el violín o algún instrumento en una estación de tren o de subte).

Cuando a Bell le ofrecieron hacer el experimento, le dijeron que la idea era evaluar si, fuera de contexto, la gente común sería capaz de reconocer a un genio. Bell no dudó en aceptar, pero puso una sola condición: no quería que apareciera esa palabra, genio. Y en realidad, si uno lo piensa, es ciertamente irrelevante.

Pero no me quiero escapar de los datos que se obtuvieron. En los casi tres cuartos de hora que duró el experimento, solamente siete personas se detuvieron para escucharlo al menos durante ¡un minuto! Veintisiete depositaron algún dinero, la mayoría apurada y sin parar y en total, al finalizar su actuación, había recolectado 32 dólares. Eso resume lo que hicieron durante ese lapso las 1097 personas que circularon por el lugar. O puesto de otra manera, 1070 de ellas no tuvieron tiempo para apreciar la belleza de lo que tenían por delante.

Obviamente, yo no voy a ser quien saque las conclusiones. No sólo porque no estoy en condiciones, sino porque no sabría qué conclusiones sacar. Pero sí tengo preguntas.

Este experimento, ¿dice algo sobre cómo somos?

¿Se puede inferir algo de él?

¿Hubiera pasado algo distinto si en lugar de haber sido en Washington hubiese sido en Buenos Aires o París?

¿Necesitamos que alguien nos tutele, nos diga “esto es lindo”, “esto es excepcional”, etc., para poder apreciarlo?

¿Cuánto de lo que opinamos es porque estamos “hablados” desde afuera, influenciados por lo que piensan otros?

¿Tiene que ver con que haya sido algo referido a la música, y muy en particular la música clásica?

¿Entrará en juego que la gente que pasaba por allí iba apurada a su trabajo y tenía citas a las que no podía llegar tarde?

Pero, si ésa fuera la explicación, ¿se hubieran detenido si quien estaba en el lugar de Bell hubiera sido Messi, haciendo jueguito con una pelota, o Ginóbili tirando al aro?

¿De qué depende? ¿De la popularidad? ¿De la fama?

¿Y cuánto hay de la oportunidad que se nos da a los humanos para distinguir lo que es bueno de lo que no?

¿Tiene acaso que ver con el poder adquisitivo?

¿Con la “cultura” adquirida?

¿Y la valoración de “lo bello” por encima de haber concurrido a cualquier escuela?

Quiero terminar acá, pero con una invitación: no se quede con nada de lo que yo escribí... siga pensando por su cuenta. ¿Qué hubiera hecho usted? O si eso no le resulta interesante, quizá le parezca valioso aprender a entender un poco más “cómo somos...” si es que “somos” algo tan uniforme. Su turno.

* El artículo original de The Washington Post puede encontrarse en http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/article/2007/04/04/AR2007040401721_pf.html