martes, 1 de diciembre de 2009

Aventura en el C3

Hace poco en el colectivo había un señor mayor con un brazo lastimado que ocupó un asiento entre los primeros lugares luego de una discusión que desafortunadamente logré captar sólo de manera trunca, por haber yo ingresado al vehículo cuando aquélla ya había dado comienzo. Al parecer, el señor subió al transporte y no había un asiento disponible, por lo cual exigió, de la peor manera, que se lo otorgara nada menos que una mujer con un bebé en brazos que iba en el primer asiento –siendo que otros asientos cercanos estaban ocupados por personas jóvenes y sin dificultades de movilidad que ya estaban prontas a cedérselo, de todas formas–. Este señor ocupó finalmente el lugar que otra persona le cedió pero, no contento con ello, espetó sus más logradas defenestraciones a la mujer con el niño porque el cartel en el colectivo decía “Primeros asientos reservados a ancianos, discapacitados y embarazadas”. Dado que la categoría “persona con niño en brazos” no estaba explícita, el hombre quiso hacer valer su derecho de legitimidad de ese asiento que tan vilmente estaba siendo usurpado.

La lluvia de críticas de casi todos los cotransportados no se hizo esperar, y el anciano replicaba de manera virulenta e irrespetuosa a todos ellos. Su corolario fue: “Por eso el país está como está, con este gobierno de porquería” –palabras más o menos–.

Entonces yo pensé:

“No, señor. Más que del país, habría que hablar de la sociedad. Y eso no es culpa de un gobierno. Ojalá fuera culpa de un gobierno, pues entonces el remedio estaría en cambiarlo. Pero no. La culpa es de la gente que tiene por centro del universo a su propio ombligo, como usted, señor. Los valores morales no los inculca un gobierno, sino la familia y la escuela. Afortunadamente, tanto mis padres como mis maestros y profesores me enseñaron a pensar en los demás antes que en mí misma –y eso que no tuve ninguna crianza religiosa–. Afortunadamente, me inculcaron que debo ceder el asiento a una persona a la que considere que puede tener dificultades para movilizarse, sin necesidad de que tenga que decírmelo un cartel. Afortunadamente, incentivaron en mí el razonamiento crítico personal, que me hace ver que no necesito de una orden ni de una sugerencia para hacer lo que ya sé que debo hacer –o lo que no debo–. Afortunadamente, las personas encargadas de educarme me hicieron notar que en cada pequeño acto cotidiano, ya sea urbano, hogareño, laboral, etc., debemos ser sumamente cuidadosos de lo que decimos y hacemos, pues nadie más que cada uno de nosotros será responsable de sus consecuencias. Afortunadamente, creo que hay muchas personas como mis padres y mis maestros impartiendo experiencias de ese tipo para que podamos pensar en un futuro más promisorio. En verdad me aterra pensar que usted tenga hijos y nietos a los que comunique este tipo de comportamientos y de formas de razonar, echando la culpa a terceros sin saber observar su propia responsabilidad en cada acción. De hecho, me aterra pensar que gente como usted esté dando clases en escuelas. Porque en ese caso, sí, pensaría que no tenemos futuro como sociedad, señor.”

Pero no le dije nada de esto, pues, después de haber pasado alguna experiencia similar en la que sí hablé, me di cuenta de que es una pérdida de tiempo. Pues lo que no se aprende en la casa o en la escuela difícilmente pueda aprenderse en un colectivo. No obstante, al descender, me recriminé una y mil veces no haber descargado todo lo que pensaba, aun sabiendo de antemano que el señor jamás me daría la razón, si es que escuchaba, detrás del implacable e incesante manto de insultos que profería, alguna de mis palabras.

En fin, la anécdota dio para hacerme pensar en dos puntos. Primero, el ya mentado en toda mi elucubración pasajera. Y segundo, la fuerza y el valor concedido a la palabra, en este caso la escrita. El señor fundó toda su argumentación (si así se le puede llamar) en una simple omisión textual, omisión debida a falta de espacio físico en el cartel –pues en otras unidades he podido ver que se explicita entre las personas con dificultades motrices a quienes cargan niños– o (no excluyente) simplemente a apelar al sentido común de la gente. Sólo por ello me pareció que podría ‘justificarse’ la obstinada postura del hombre. Pero, en ese caso, yo igualmente le respondería con palabras de Cicerón: “Pero por favor, señor, no sea idiota –en el más prístino sentido del término–: Summa ius, summa iniuria”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario